martes, 9 de julio de 2013

THE GARGANTUAN TOUR - SEGUNDA ETAPA: EL CELLER DEL ROSER


Así, a bote pronto, me vienen tres cosas a la cabeza si pienso en la palabra Lleida: la primera es Jaume, el compañero de mi buena amiga Eli, que es de allá. La segunda, el sello de reediciones Guerssen, que también es de allí (por cierto, si sois aficionados a la música y os molan la psicodelia y/o el hard 70’s, entre otras exquisiteces pretéritas, ya tardáis en daros una vuelta por su web. Tienen unos discos a-co-jo-nan-tes). Y la tercera, los caracoles, un clásico de la cocina catalana en general y de la lleidetana en particular. Con los caracoles no hay término medio: o te encantan o los odias. Y mi señora, protagonista principal del Gargantuan Tour, es de los segundos (al igual que mi padre, que dice que son cornudos, babosos y arrastraos). De esta forma, cuando planifiqué la segunda etapa de nuestro pantagruélico recorrido tuve que romperme los cuernos (nunca mejor dicho) para encontrar un restaurante que estuviera a la altura y que no basara su propuesta únicamente en estos entrañables moluscos terrestres. Como ya dije en la entrada que dediqué a la primera etapa, limité la búsqueda a los restaurantes de los que guardo reseña en mi carpeta roja, de esta forma me ahorraba una farragosa investigación entre decenas y decenas de webs dedicadas al tema gastronómico. Problema: todos los candidatos eran especialistas en caracoles. Mieeeerdaa…


En la variedad está el gusto


Pues nada, no me quedó más remedio que investigar uno por uno todos los establecimientos de la lista (menos mal que no era muy larga). Pero tuve suerte, porque, al poco de comenzar, di con uno que, si bien manejaba el rollo cargolaire como el que más, ese no era el plato estrella de la casa. Ese lugar de honor estaba reservado para el bacalao, uno de mis pescados favoritos. Respiré tranquilo cuando chequeé su web y vi que la carta, además de lo ya comentado, incluía varias carnes y arroces (y lo digo porque a mi señora, el bacalao no le vuelve loca. A ver, le gusta, pero solo si está bien cocinado). Unos minutos más tarde (y unas cuantas webs después) ya teníamos un ganador confirmado: ganaba por goleada El Celler del Roser. Mi instinto pijo me decía que ese era el sitio. Y no me equivoqué.

Lo quiero todo

La visita al El Celler del Roser estaba prevista para finales del mes de mayo, pero un asuntillo familiar y, sobre todo, el mal tiempo que tuvimos por toda Catalunya por esa época, recomendaron retrasarla. Hubo un día que estuve a punto de subir a la torre de Collserola y amenazar con mi bate de béisbol a los meteorólogos para que cesaran de un vez los chubascos y su putísima madre, idea de lo más ridícula, ya no solo porque no tienen ningún poder sobre la meteorología sino porque no creo que en esa torre haya ninguno (es lo que tiene dejarse llevar por la imaginación). Pero llegó el buen tiempo y los Pijos, ¡por fin! pudimos reservar mesa en nuestro objetivo lleidetà. Esta visita, además, nos iba que ni pintada para hacer aprovisionamiento de cosas güenas de la región. Por una parte, íbamos a cargar el maletero (literalmente) de coques de recapte. Pocas semanas antes, se me hizo la boca agua tras leer un artículo en la revista Cuina dedicado a estas delicatesen de las terres de ponent. Al final del mismo, había un recuadrito con una selección de los mejores especialistas en la materia, todos en la provincia de Lleida. La mayoría de los forns estaban en poblaciones un poco alejadas de nuestro trayecto, pero había uno que estaba en la misma capital del Segrià. Y el destino quiso que estuviera situado a unas pocas decenas de metros de El Celler del Roser. A esto se le llama tener potra.
Por otra parte, había visto en la web del restaurante que también tenían una tienda de platos preparados o, mejor dicho, una tienda donde podías encontrar la mayoría de los platos de su carta, bien envasados y listos para calentarlos en un golpe de horno o microondas. Esto me iba de perlas porque, de esta forma, podría comer bacalao y llevarme a casa un buen plato de cargols. O al revés, vaya. Y es que los Pijos somos insaciables, ¡lo queremos todo!



Contrarreloj

El día de autos, los Pijos se levantaron temprano y tomaron rumbo hacia Lleida sin prisa, pero sin pausa, pues teníamos una reserva para las 14.00 horas y queríamos dejar listas las compras antes del ágape. A nadie le gusta ir con un petardo en el culo, ¿verdad? Pues a mi señora, menos. Una vez aparcado el coche, consultamos el Google Maps y nos pusimos en marcha hacia la primera etapa de nuestra jornada, el Forn de Sant Antoni, una panadería centenaria (abierta en 1902) donde, supuestamente, se hacen algunas de las mejores coques de recapte de la provincia. Nada más entrar supimos que habíamos ido a parar al sitio indicado: ante nosotros se extendían un par de metros largos de mostrador llenos de bandejas y más bandejas de coques, las cuales VOLABAN. De hecho, me puse un poco nervioso porque veía que los clientes que teníamos delante no hacían más que pedirse porciones de coca, algunas de las cuales estaban a punto de acabarse. Una vez nos llegó el turno, no dejamos títere con cabeza: entre las que nos llevábamos para nosotros (de escalibada, de sardinas, de cebolla…) y las que íbamos a regalar a la familia nos dejamos cerca de cincuenta eurazos. Ahí es nada.
Para no tener que cargar con ellas (pesaban un huevo y, además, tienes que mantenerlas en posición horizontal), les pedimos que nos las guardaran hasta que emprendiéramos el viaje de vuelta. Ningún problema, por supuesto. Tras salir del forn, dirigimos nuestros pasos hacia la segunda etapa de nuestro periplo, la tienda del restaurante, situada a unos pocos metros de la panadería. No sé porqué, pero me la esperaba como muy casolana y, sin embargo, era una tienda con una decoración moderna, funcional, todo en tonos claros. Dado que ya había decidido trincarme un bacalao para comer, me fui directo al refrigerador a coger una fiambrera de caracoles, un pack que incluía un par de palillos y un vasito con alioli. La dependienta debió calarme rápido, puesto que me preguntó si íbamos a comer en el restaurante. Tras asentir, me dijo que no los pillara aquí y que los pidiera en el propio restaurante, pues me costarían lo mismo y me los darían recién hechos. Y así lo hicimos. Da gusto que te atienda gente honesta, la verdad.


Hem fet el cim!
Olvidé comentaros que aquel día hacía un calor de mil demonios, dato a tener en cuenta si has de recorrer poco más de cien metros… cuesta arriba. Es lo que tiene el Google Maps, que te dice que estás muy cerca de tu destino pero nada acerca de que el trayecto es a) cuesta arriba y b) es casi como un Tourmalet urbano. Para cuando llegamos a la puerta del restaurante de marras, tanto mi señora como yo estábamos sudando la gota gorda. Menos mal que dentro tenían aire acondicionado, menos mal.
La puerta (y el interior) eran justo como me los había imaginado, todo muy clásico, muy hogareño. Una vez entras, te encuentras la barra a la derecha. Al final de la misma esperamos a que nos atendieran. Desde allí podías observar el comedor, una especie de pasillo ancho con mesas a ambos lados, que estaba al fondo, y un escalera que bajaba a otro comedor, que quedaba a nuestra izquierda, el cual estaba coronado por un arco con las palabras El celler forjadas en hierro. La decoración era la típica de este tipo de establecimientos casolans, esto es, cuadros de paisajes, naturalezas muertas, mazorcas de maíz colgadas de la pared, muebles viejos, recuerdos, fotos… Las mesas, con su correspondiente mantel blanco, disponían cada una de una pequeña lamparita de pie, la cual, pese a no iluminar demasiado, le daba un pequeño toque íntimo.
Una vez sentados, pasamos a echarle un vistazo a la carta. Era prácticamente la misma que la de la web (la cual ya me sabía de memoria), por lo que no me fue muy difícil escoger lo que iba a comer. Le comenté a la camarera (muy simpática, por cierto) lo de los caracoles y me dijo que no habría problema, solo tenía que recordárselo cuando estuviéramos por el postre, pues te los hacen al momento. Como decía el gran George Peppard en boca de Hannibal Smith, me encanta que los planes salgan bien.
No me extenderé con la carta, puesto que ya os hablé de ella un poco más arriba y podéis consultarla cuando queráis en su web. Tras unos minutos de dudas (por parte de mi señora), los Pijos hicieron su comanda. Sin que sirva de precedente, los dos nos pedimos de entrante exactamente el mismo plato, una crema de cigalas y espárragos verdes al aroma de trufa, y de segundo, un bacalao gratinado con ajo, aceite de peras y salsa de ñoras para mi y un bacalao gratinado con romesco sobre salsa de espinacas para mi señora. Para beber, lo de siempre, cerveza. Antes de hincarle el diente a todo esto, la casa tuvo a bien invitarnos a un señor aperitivo, una cazuelita de olivas arbequinas (típicas de aquí) rodeada por unas cuantas rodajas de fuet de la zona, acompañadas ambas viandas, por supuesto, por una buena cestaca de pan. Con este tipo de aperitivos hay que ir al loro, puesto que la combinación pan + embutido + hambre canina puede joderte una buena comida. Afortunadamente, no fue el caso, los Pijos aprendimos hace tiempo a poner el freno de mano en los momentos más delicados.
 
Les fauves

La crema, que quemaba como un demonio, estaba es-pec-ta-cu-lar (nos hubiéramos tomado un par de litros cada uno sin problemas), un mar-y-montaña líquido que no se decantaba por ninguno de los dos lados, sabía a marisco y sabía a huerta. Gran antesala para lo que venía. Los Pijos (y todos los que sois, como nosotros, aficionados al buen comer) sabemos que un buen plato comienza por una buena presentación del mismo. La percepción de lo que te vas a comer varía según te lo sirvan en un recipiente o en otro, o si lo montan así o lo montan asá y si destacan una cosa o la otra. Pues bien, queridos pijos, la presentación de nuestros dos bacalaos nos ganó desde el preciso instante en que la camarera puso los ardientes platos (también quemaban un huevo) delante de nuestros ojos. Me dio la impresión de estar delante de un cuadro de Matisse: el amarillo del allioli y el rojo de las ñoras, vivísimos los dos, pugnaban por destacar uno por encima del otro sobre el fondo blanco del plato. Además, tuvieron el detalle de adornar lo alto del bacalao con cuatro tiras de pimiento rojo escalibado dando forma a les quatre barres de la senyera. ¡Detallazo, oiga! Y el de mi señora, del mismo palo: el mar verde de las espinacas hacía las veces de soporte para el bacalao, un montículo blanco cubierto por el tono terroso de la salsa romesco. De diez. Las fotos no les hacen justicia, de verdad os lo digo. Ah, ni qué decir tiene que los dos estaban de muerte mortal. Se derretían en nuestras bocas. Repetimos: de diez, señores, ¡de diez!

Los deberes

Después de haberte puesto como el Tenazas, pedir un plato de caracoles, aunque sea para llevar, no es una buena idea, más que nada porque la sola visión de más comida puede hacer que tus intestinos se rebelen en tu contra. Pero no fue el caso, tal como me los trajeron, así me los llevé. Y no hubo postres, claro, no cabían.

La cuenta subió a 73,40 lereles, cafés incluidos, un precio que los Pijos consideramos muy atractivo a tenor del nivel de los platos que nos habíamos comido (y el que quedaba por comer). Tras las fotos de rigor, procedimos a hacer el mismo camino que antes pero a la inversa. Pasamos por la panadería y recogimos las cocas, las cuales, repito lo de antes, pesaban como un muerto.
Aunque salí de allí bastante lleno, la sola visión de las cocas sobre nuestra cocina me abrió el apetito de nuevo a eso de las diez de la noche del día de autos. Y casi lloro, amigos, porque lo de las cocas del Forn de Sant Antoni es para salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que eres un hombre feliz, pleno, en perfecto equilibrio con la naturaleza. Qué buenas, joder. ¡JODER! Eh, y todavía me quedaba una asignatura pendiente, los caracoles. El colofón a esta experiencia culinaria de casi veinticuatro horas llegó al mediodía del día siguiente. Puse los moluscos en una sartén a fuego lento y dejé que el allioli se pusiera a temperatura ambiente. Unos minutos después , el Pijo mayor ARRASÓ con el plato de caracoles. Estaban absolutamente deliciosos, en su punto, con una salsa picantona que, unida al allioli, me dejó para el arrastre el resto de la tarde. Pero valió la pena. Valió mucho la pena. Como dice mi padre, después de un buen pucherazo, un buen colchonazo. Y así fue. Colchonazo del quince.

El Celler del Roser
c/ Cavallers 24
Lleida
Tel. 973.239.070