martes, 11 de diciembre de 2012

CUMPLEAÑOS TOTAL (3ª Y ÚLTIMA PARTE: EL EMBRUJO)


Es de bien nacido ser agradecido. Aunque el gran número de ingratos que pululan por ahí podría indicar lo contrario, el mundo está lleno de gente agradecida. Y es que dar las gracias no cuesta nada, creedme. Yo, sin ir más lejos, aprovechando esta oportunidad que me brindo a mí mismo de expresarme en mi propio blog, agradezco a mi señora su presencia a mi lado todos estos años, puesto que gran parte de mis virtudes -que las tengo- se las debo a ella. A ver, no es que antes de conocernos fuera un auténtico desastre, pero desde que nuestras vidas se cruzaron creo que he evolucionado como persona. Poco o mucho, pero he evolucionado. Os pondré un ejemplo, el cual me va a ir de perlas para introducir la entrada de hoy: de unos años para acá, he aprendido lo que es la mesura, sobre todo a la hora de alimentarse. Hasta no hace demasiado, el Pijo Mayor desconocía el significado de la palabra control aplicada a la gastronomía, vulgo papeo. ¿McDonald's más bollería industrial? ¡Ningún problema! ¿Para qué comerse un flan cuando puedes comerte dos? Si vas al mexicano, tráeme un burrito de cada, nachos con guacamole y una enchilada. En la nevera, ¡que no falten las Coca-Colas! Ejemplos pillados al vuelo, pero reales todos ellos. Fuera por ansiedad o por simple gula, estaba envuelto en una interminable vorágine de excesos grasientos, los cuales me estaban convirtiendo, poco a poco, pero sin pausa, en un barrigón con piernas. Pero apareció ella y, sin darme cuenta, también poco a poco, me vi imitando la mayoría de sus hábitos alimenticios. Los tiempos de excesos quedaron atrás, afortunadamente, y ahora mi cuerpo, aunque quede un poco (y un mucho también) cursi, se ha vuelto sabio. Pero eso tiene una contrapartida: esa sabiduría tiene unos mecanismos de defensa y, sobre todo, de aviso, muy poco... flexibles.

Cambio de planes

Los que leísteis la última entrada, recordaréis que acabó con un buen siestorro tras el magnífico almuerzo en la Venta de Vargas. El plan para la tarde/noche era salir a tomar una tapita e irse a la cama, pues al día siguiente ya teníamos que volver a Barcelona. Pero no contábamos, al menos yo, que una llamada de teléfono lo cambiaría todo. Al poco de echarnos en la cama, sonó el móvil de mi señora. Era su prima María Eugenia. Nos propuso que hiciéramos las compras que teníamos pendientes por el centro de San Fernando y que, posteriormente, pasáramos a buscarla por su casa. De allí, iríamos a tomar algo a una taberna llamada El Embrujo, un sitio del que ya nos habían hablado (muy bien, por cierto) sus primos un par de días antes y del que, al parecer, eran asiduos. Solo cabían dos posibles respuestas a su propuesta: decir que sí... ¡o decir que sí!

¿Por qué grita?

Pasadas las ocho, pasamos a recoger a María Eugenia. Ya de camino a El Embrujo, nos dijo que a  lo largo de la velada se sumarían a nosotros su marido, Antonio, su hermano Jose y su cuñada Saluqui. Aunque ya nos habíamos visto el martes, tenían ganas de estar con su prima y su marido fuera del jolgorio familiar, para poder charlar con tranquilidad sin gritos y sin fútbol.

El Embrujo se encuentra en pleno centro de San Fernando. Los que ya hayáis estado allí (en San Fernando, me refiero) sabréis que, de por sí, es un lugar muy tranquilo, pero es que el entorno de El Embrujo no puede ser más adecuado, en una calle peatonal, estrechita y con una terraza que, con el buen tiempo que suele reinar en la isla, invita a relajarse y dejar los problemas en casa. No os puedo hacer una descripción del interior del local porque la verdad es que no llegamos a entrar, nos sentamos directamente en la terraza. Esta consta de unas tres o cuatro mesas alineadas en forma de pasillo. Se nota que se lo han currado, pues el mobiliario no es el típico guarro de chiringuito, con mesas y sillas de plástico patrocinadas por la marca de rigor, no, son de madera, ¡como Dios manda!

Una vez sentados, aparece desde el interior de la taberna un señor que saluda a mi prima política que: a) se parece al Cordobés y b) Grita mucho. Una vez volvió adentro, María Eugenia me explicó que se llamaba Carlos y que era el dueño del negocio. A lo largo de la velada, pude comprobar que se trataba de un señor muy atento (procuró que no nos faltara de nada) y muy cachondo (vamos, como la mayoría de isleños), siempre con un volumen de voz muy generoso.

Todo no puede ser

Antes de que llegara el resto de la tropa, María Eugenia nos propuso picar algo para acompañar las cervezas. Optamos por un plato de quesos de la provincia de Cádiz. ¿Ah, que en Cádiz hay quesos? Pues sí señor, ¡y muy buenos! La verdad es que después del atracón de apenas cinco horas antes en la Venta de Vargas, lo que menos me apetecía era llenar mi estómago de lactosa, la cual no me sienta especialmente bien en grandes cantidades. Pero, qué coño, de perdidos al río.

Cuando llegaron el resto de comensales, salió Carlos y nos cantó los platos que tenían esa noche. En ese preciso instante me entró la risa floja porque los cantaba, como se suele decir, a grito pelao: ¡¡Tengo carrillada!! ¡¡Tengo jamón, buenísimo!! ¡¡Huevos camperos!! En esos momentos me dieron ganas de levantarme y decirle ¡No grite, señor! ¡Que se va a quedar afónico! Después de este gran momentum, acordamos que iríamos pidiendo platos según nos apeteciera. Para beber, cayeron dos o tres botellas de vino, aunque yo seguí con mis cervezas (ya sabéis que yo no soy muy de vinos). Sin más dilación, vamos con el comercio:


Selección de quesos de Cádiz. Cuatro tipos distintos, unos más curados, otros menos, de oveja y de vaca, todos muuuy buenos. Y acompañados, por supuesto, por los omnipresentes picos. Si encontráis algún bar/taberna/restaurante de Andalucía donde no los sirvan, no os engañéis a vosotros mismos: no estáis en Andalucía.


Estoque de langostino con allioli. Un pincho de toda la vida a base de langostino (gaditano, naturalmente) envuelto en una loncha de tocino, pasado por la plancha y aderezado con un allioli muy suave. Entraba muy bien. Y sabía mejor.


Tagarninas esparragás. Mi plato favorito de la noche. Las tagarninas son una especie de espárragos trigueros, pero un poco más finos. Los hierven y los sirven con una majada (¡qué buenos los ajetes, por Dios!) y un huevo frito en el medio. Espectacular es poco.


Habitas con jamón. Una cazuelita que no tiene mucho secreto. Las habas estaban en su punto y mezcladas con el huevo frito (segundo de la noche) y el jamón, te daban ganas de gritar a los cuatro vientos lo maravillosa que puede ser la vida. Grande.


Hasta aquí serían los entrantes. ¿Pero no habíamos quedado en que pedíamos platillos, a secas? Me explico: me refiero a ellos como  entrantes porque a partir de ahora comienza lo serio, un subidón hasta las cimas de lo grasiento que deja en bragas la carrera armamentística de los 80 entre Ronald Reagan y sus numerosos adversarios soviéticos.


Codillo. Servido en salsa y con unas cuantas patatas fritas. Muy bueno, pedía mojar pan a gritos. Después de apurar la última gota de salsa, mi cuerpo me envió un primer mensaje de aviso: Pijo, ve con cuidaooo, que ya has comido muuucho. Ya os dije que se había vuelto muy sabio.


Carrillada. Las patatas (again), la salsa (again) y carne (again) sabrosísima. Se deshacía en la boca. No soy muy carnivoro, ya sabéis, pero los efluvios que salían del plato no hacían más que enviarme mensajes traducibles como ¡Cóoomemeeee, cóoomemeeee!. El problema es que estos mensajes eran interceptados por  mi organismo, el cual, en un muy hábil trabajo de contra-traducción, se encargó de recordarme que estaba a tope y que, de seguir así, esto no podía acabar bien.


Flamenquín cordobés. Típicos de la zona de Córdoba, los flamenquines son rollos de cerdo ibérico, rellenos (habitualmente) de jamón, rebozados en pan y, finalmente, fritos. Un plato... ligerito, vamos. Hacía años que no los comía (en Barcelona es muy difícil encontrar sitios donde los preparen) y, pese a lo precario de mi estado gástrico, me abalancé sobre ellos cual chucho hambriento. Estaban, como diría el primo Nacho, ¡pa' chillarles! La guarnición era un poco de mayonesa y ¡así es! ¡Patatas fritas! Tras tragar el último trocito de flamenquín bañado en mayonesa, mi estómago se puso serio y me lanzó un ultimátum: o te plantas o te planto yo.


Huevos camperos. El útimo plato de la noche fue la auténtica cerecita del pastel: un auténtico misil tierra-aire a base de huevos fritos (tercer y cuarto frito de la noche) acompañados de una guarnición que haría las delicias de cualquier nutricionista: chorizo frito, salchicha frita, pimiento frito y ¡naturalmente: patatas fritas! Mientras escribo estas lineas estoy echándole un vistazo a la foto de más arriba y, de verdad os lo digo, ahora mismo me comería cuatro platos como ese. Pero en el preciso instante en el que llegó a la mesa, comencé a sentir unas ligeras nauseas y se me planteó un amargo (¡amarguísimo!) dilema. Las opciones eran dos. La primera: dejar de comer de forma inmediata. Todo estaba buenísimo, pero después del banquetazo de la Venta de Vargas, mi estómago había dicho basta. Quedaría como un moña, está claro, pero mi cuerpo me lo agradecería. Y la segunda consistiría, llegados a este punto, en darlo todo: abrirme la camisa, respirar hondo, intentar disfrutar del plato, salir corriendo, vomitar y, ¡efectivamente, quedar igualmente como un moña!

Y es aquí donde aparece el sentido de la mesura que me inspiró mi señora. Hace unos años, no hubiera dudado ni un instante en tirarme al río y que fuera lo que Dios quiera. Pero ahora ya no. Mi aprehendida sabiduría gástrica me aconsejó retirarme y aceptar como mal menor una derrota honrosa. ¿Dije honrosa? Desde el momento en el que, tras preguntarme Antonio por qué no comía, dije que no podía más, la catarata de reproches (dichos de cachondeo, por supuesto) que me cayó encima fue de órdago: que si has comido muy poco, que mucho blog pero luego nada, que los de ciudad no aguantáis nada, que si... Me hubiera gustado verlos a ellos a ver cómo aguantaban una cena como esta apenas cinco horas después de salir de la Venta de Vargas. ¡Pues con mucho gusto y quedándose con hambre! Lo dicho: soy un moña.

Cubata time

Entre tirito y tirito por parte de mis primos políticos, fui recuperando el aliento. La fresca brisa que corría ayudaba lo suyo. Dentro del local, por cierto, había un cuadro flamenco armando un jaleo del copón. Aunque estábamos fuera, el follón se oía a tres manzanas de allá. Y en esto que apareció de nuevo el amigo Carlos para preguntar si queríamos un gin-tonic. María Eugenia ya nos había comentado anteriormente que nadie en todo San Fernando preparaba los gin-tonics como Carlos, al parecer un auténtico as a la hora de mezclar la ginebra, la tónica, los cubitos y los aderezos (que ahora no recuerdo) de su cosecha. Todos, menos yo, se pidieron uno. Y ello se tradujo, claro está, en una nuevo chaparrón: que si no bebes nada, que eso no te puede hacer daño, que el cubata te ayudará a hacer la digestión (¿¿cómorll??)... Mi señora me comenta que el gin-tonic estaba muy bueno, si bien no os podemos dar una descripción más acurada, puesto que ninguno de los dos solemos beber cubatas y no sabríamos ir más allá del si está bueno o no.

Asignatura pendiente

Antonio y Jose entraron de forma muy discreta a pagar la cuenta, con el consiguiente enfado de mi señora. No sabría deciros si fue caro o no, pues me olvidé de preguntarles a cuánto ascendió la cena. En cualquier caso, estaba todo tan bueno que todo lo que se pagó sería poco.

Cuando salimos de El Embrujo pasaban unos minutos de la una. Volvimos a casa de los titos caminando, acompañando a sus respectivos hogares a María Eugenia y a Antonio en primer lugar y a Jose y a Saluqui a continuación. Nos rogaron que volviéramos sin falta en primavera del año que viene, pues nos llevarían a un montón de sitios que nosotros, los Pijos, debíamos catar sí o sí. Y en una época en la que el calor y los mosquitos todavía te dan un respiro. Los Pijos recogieron el guante y dieron su palabra de que no tardarían en volver por tierras gaditanas. Y además, de verdad: el Pijo mayor tiene una cuenta pendiente que saldar. Me refiero, naturalmente, a los huevos camperos de El Embrujo. ¡He dicho!


Taberna El Embrujo

San Dimas 9

San Fernando (Cádiz)

646.228.242

www.facebook.com/elembrujo.taberna



P.d.

No podía cerrar la crónica sobre este maravilloso periplo gaditano sin agradecer el cariño que recibimos por parte de nuestra (ahora también mía) familia de la isla. José Adolfo, Marita, Tere,  María Eugenia, Antonio, Jose, Saluqui, Nacho, Ati, Willy, Manoli y sus respectivas descendencias: muchas gracias por querernos tanto y por hacer posible que durante cuatro días fuéramos la pareja más feliz del mundo. ¡Gracias de todo corazón!


martes, 6 de noviembre de 2012

CUMPLEAÑOS TOTAL (2ª PARTE: VENTA DE VARGAS)



¿A vosotros os gusta el flamenco? A mí no mucho, la verdad. Es una música que puede llegar a resultarme ligeramente bella, pero me aburre, me aburre muchísimo. De hecho, no la entiendo. Sí, lo sé, lo que acabo de decir es una gilipollez, pues la música no se entiende, la música (como cualquier  otra representación artística) te transmite algo o no. ¿Pero, verdad que me habéis entendido? Supongo que son muchos años de militancia pop: todo aquello que se sale del 4x4, del estribillo, del solo de guitarra y de las canciones de tres minutos es territorio sobrenatural para un servidor. Y para acabar de rematar la faena,  el único disco de flamenco que me gusta... no es estrictamente de flamenco. Se titula la La leyenda del tiempo y lo grabó hace más de treinta años un señor que se llamaba Camarón. Os suena, ¿no?


Volando voy...

Es curioso lo que me pasa con Camarón de la isla. Su obra, si exceptuamos el disco que cito más arriba, no me interesa lo más mínimo. Sin embargo, el propio Camarón, el personaje, me fascina. Puede parecer absurdo, pero estoy seguro de que a muchos de vosotros os pasa lo mismo, con él o con cualquier otro artista. Sus viajes, sus amigos, sus vicios, sus ilusiones, sus lugares... su vida, en suma, comenzó a interesarme poco después de escuchar por primera vez La leyenda del tiempo, esa obra incomprendida en su momento y que marcó un antes y un después en el devenir del flamenco. Durante los meses siguientes, pasé en numerosas ocasiones por la biblioteca para llevarme sus discos en préstamo. Tal como iba introduciéndolos en mi reproductor iban saliendo de uno en uno: la guitarra a palo seco de Paco de Lucía  no tenía nada que ver con el rollo progresivo de Alameda, las rumbas de Kiko Veneno o el sitar de Gualberto. Pero, a la vez que me iba quedando claro que nunca disfrutaría de esa música tan rara e impenetrable, la figura del cantaor de San Fernando me iba interesando más y más a medida que salía de su obra. Lo que yo os decía: absurdo.

Lo siguiente, por supuesto, fue leer su biografía. Un señor que había creado un disco tan guapo como La leyenda... debía de tener a la fuerza una vida interesante, ¿no? Me compré por cuatro duros en la Fnac una biografía suya, en edición de bolsillo. El libro no era gran cosa, para qué nos vamos a engañar, pero calmó con creces mi hambre de datos, fechas y lugares. Lugares... Había uno que me llamó mucho la atención. Era el lugar donde un chavalín de apenas ocho años llamado José Monge comenzó a cantar. Era el lugar donde todos los artistas flamencos que pasaban por San Fernando (o que vivían allí) paraban para comer, para beber, para tocar, para cantar y para bailar. Manolo Caracol, la Perla de Cádiz, Lola Flores, Antonio Mairena, etc. Todos ellos y muchísimos más pasearon su arte y su talento por una humilde venta de San Fernando llamada la Venta de Vargas.


Su (mi) regalo

Seguro que más de una vez (y más de dos) habéis regalado a alguien un regalo encubierto, esos presentes pensados para hacer feliz a una persona concreta...y de paso a vosotros mismos. ¿Quién no le ha regalado a su primo aquel disco que estabas deseando escuchar o aquel videojuego que tanto te molaba? Estos regalos son cojonudos, porque, por una parte, quedas genial, y por otra, te ahorras un dinerillo que podrás destinar a otros menesteres. Puede parecer un poco rastrero, pero los encubiertos están ahí, ¡son una realidad! Y el Pijo mayor, si tiene que tirar de ellos en alguna ocasión, tira y se acabó... como en esta ocasión.

Pues sí, amiguitos, cuando planeé este regalo, la visita a la Venta de Vargas ya estaba más que prevista. Teniendo en cuenta que no me pilla precisamente cerca de casa, aprovechar el viaje y comer allí eran uno. Por eso, cuando el tito José Adolfo nos dijo que había reservado mesa en la Venta para el penúltimo día de nuestro periplo gaditano, mi felicidad fue plena: ¡ya tenía mi encubierto!


Una cita con la Historia

Llegó el día señalado y nos dirigimos en coche para allá. Al volante, la tita Tere y en los otros asientos, el tito José Adolfo, la tita Marita, mi señora y yo. Una vez estacionado el coche, y mientras iban entrando, me entretuve unos instantes por los alrededores para hacer las fotos de rigor. Nada más traspasar la puerta, la primera sensación que tienes es de que se trata de un lugar especial, muy especial. Luego os explico. De frente, te encuentras con la barra y a mano izquierda, la entrada al comedor principal. La verdad es que si no has estado nunca antes (como yo), impresiona, pues se trata de una estancia bastante grande, muy luminosa, al estilo del típico patio andaluz (pero sin la fuente en medio) y un techo altísimo. Sus paredes son pura historia, de Andalucía en general, y del flamenco y la tauromaquia en particular: son tantos los cuadros, fotos y recuerdos que hay colgados en ellas que apenas se llega a atisbar el color blanco de los muros. Camarón, Paquirri, Sara Baras, Manolete, Juanito Valderrama... mires donde mires te quedas embobado, son unas paredes que desprenden arte, mucho arte. Y os estoy hablando del comedor principal, porque dispone de uno más, algo más pequeño, y de un reservado (o por lo menos, lo parece).

Tengo que reconocer que, pese a las muchas ganas que tenía de ir, tenía mis dudas de lo que me iba a encontrar, pues había leído por ahí (y mi mujer me lo había medio-confirmado) que se había convertido en una especie de atracción turística y que, como se suele decir en estos casos, ya no es lo que era. Pues nada más lejos de la realidad: un jueves de octubre a las dos de la tarde, ambiente agradable y más de la mitad de las mesas ocupadas. Y por lugareños, por cierto, sobre todo, hombres y mujeres de negocios. Y de turistas, ni rastro. Espera... De hecho, sí que había un par de turistas... ¡nosotros!


La mer (over and over again)

Pero vamos a lo importante, la manduca. El tito José Adolfo sugirió pedir una serie de entrantes, todos ellos típicos de la zona, y después un plato principal (lo que los ingleses llaman main course) para cada uno. Ni qué decir tiene que los Pijos estuvieron de acuerdo al instante. ¡Vamos con los entrantes!


Cañaíllas. En honor a la verdad, este plato no lo sugirió el tito, sino que fue una petición personal del nene (o sea, yo). Desde que las probé, hace unos tres años,  en la boda de mi primo Jordi, no había dejado de fantasear con el día en que podría degustarlas en San Fernando. Para los que no las hayáis probado, se trata de caracolas de mar hervidas con sal. Para comértelas has de pinchar con un palillo la carne que asoma por el agujerito y estirar con decisión, pues el cuerpo está muy pegado a la concha. Estaban exquisitas y, además, me jalé el plato yo solito, al resto no les apetecía probarlas.  Sin embargo, ese día, el plan estuvo a punto de irse al traste, porque el camarero, en un primer momento, nos dijo que no tenían pero, tras preguntar en la cocina, resultó que sí que quedaban. ¡Ufff!


Papas aliñadas. Un plato muy sencillo y refrescante. Patatas blancas hervidas con cebolla, aceitunas, huevo duro, perejil fresco, aceite, vinagre y sal. Muuuy buenas.


Chipirones. Supongo que no hace falta deciros qué son los chipirones. Excelente fritura (de hecho, no hay sitio en la tierra donde se fría mejor que en Andalucía) y excelente sabor. Nos hubiéramos comido un kilo... o más.


Tortitas de camarones. Un must en toda regla. Ir a San Fernando y no probar las tortitas de camarones ¡debería estar penado! Otra excelente fritura, a base de harina de garbanzos, camarones, huevo, ajo y perejil. A mi señora le gustan hasta el delirio. Y a mí, también.


Hasta aquí, los entrantes. Os habréis dado cuenta de que no pedimos bienmesabe, tal vez el plato más representativo de la zona. No hacía ni 48 horas que habíamos dado buena cuenta de varios kilos de cazón en adobo (literal: fueron ¡cinco kilos!), por lo que no procedía abusar... aunque a mi señora (a la cual se le ponen los ojos en blanco cuando huele el bienmesabe) no creo que le hubiera importado.

Y los main courses fueron:


Dorada a la espalda. Lo digo ya: la mejor dorada que he comido en mi vida. ¡Casi lloro al rememorarlo! Y es que no hay nada como las cosas sencillas, queridos pijos. Tan fácil como hacer el pescado a la plancha, abierto por la mitad y sin espinas, con un simple aderezo de ajo y perejil. El pescado que suelen cocinar en San Fernando es de estero, una especie de laguna artificial de agua de mar donde se crían varias especies marinas. La tita Marita también se pidió lo mismo.


Dorada a la plancha. Esta se la pidió la tita Tere. El mismo pescado de estero, pero hecho a la plancha. No hacía falta probarlo, seguro que estaba bueno.


Rabo de toro estofado. Un plato contundente, para amantes de la carne. Se lo pidieron mi señora y el tito José Adolfo. No lo probé, pero mi señora certifica que estaba delicioso. Solo hay que mirar la foto para comprobarlo.

Debe ser cosa de familia, porque ninguno de nosotros pidió postre. ¡Estábamos muy llenos! Directos al café. Ah, me olvidaba del bebercio. Tomamos lo habitual en nuestro caso, cervezas y agua. Da gusto hacer 1,135 kms y que las costumbres pijas no varíen ni un centímetro.


El engaño

Los que me conocen saben que me hace mucha gracia ese momentum típico (tipiquísimo, diría) en el que las diferentes partes de un ágape familiar o de amigos se pelean por abonar la cuenta. Especialmente cachondo es lo que hace mi padre, que, a la hora de pagar, saca la cartera y si ve que otro comensal también la saca, le agarra la mano donde lleva la cartera, se la tira para atrás y le suelta ¡Oye! ¡Oye! Ni se te ocurra, ¿eh? ¡Que me enfado! En esta ocasión, no hubo ni oportunidad de comentarlo: mi señora, con la excusa de ir a buscar la llave del lavabo, se deslizó rápidamente hacia la barra y abonó la cuenta. Cuando se enteraron, los titos “riñeron” a mi señora: ¡Pero cómo se te ocurre! El importe de la misma, por cierto, ascendió a unos 150 euros (no le dieron el ticket), por lo que, comido lo comido y visto lo visto, salió muy bien de precio, a unos 30 euros por cabeza.
 

Tras acabarnos el café, nos levantamos e hicimos un pequeño tour turístico por el resto de estancias, deleitándonos con las fotos y los pósters de los mil y un toreros y/o flamencos que han pasado por la Venta en su dilata historia. Te guste o no te guste esa iconografía (a mí, sí) hay que reconocer que había fotos bellísimas. De hecho, no me habría importado descolgar de la pared la foto de Manolete y habérmela llevado, tranquilamente, debajo del brazo.

Una vez en el coche, no hacía más que pensar en el siestorro que me iba a pegar en unos pocos minutos. Mi señora y yo planeamos que después de la siesta iríamos a dar una vuelta y, posteriormente, a cenar algo ligerito (una tapita y una birra) a un sitio que nos había recomendado su primo Jose, pues después del atracón en  la Venta de Vargas, el cuerpo me pedía tregua. ¿He dicho tregua? Para los primos de mi señora, esa palabra no significa... absolutamente nada.

CONTINUARÁ...


Venta de Vargas
Plaza de Juan Vargas s/n
San Fernando (Cádiz)
956.881.622
www.ventadevargas.es


miércoles, 10 de octubre de 2012

CUMPLEAÑOS TOTAL (1ª PARTE: APONIENTE)


Mi señora quiere mucho a su familia. Como todos, supongo. Pero a su rama andaluza, por decirlo de alguna forma, los adora. Los adora mucho. Por eso, cada vez que se encuentra con ellos, que está entre ellos, es la mujer más feliz del mundo. Digo lo de se encuentra porque no viven aquí, en Barcelona, sino en San Fernando, Cádiz, cuna de la Constitución de 1812 , del Camarón de la Isla y del bienmesabe. ¿Que qué es el bienmesabe? Luego os lo cuento.

Como ya os expliqué hace un tiempo, el tema de los regalos entre mi señora y un servidor es capital: unos meses antes de nuestros respectivos cumpleaños o de las fiestas navideñas, ambos ya estamos maquinando en el más estricto secreto qué podríamos regalarnos. Todos los años se repiten las mismas preguntas: ¿le gustará?, ¿lo tendrá?, ¿no será muy caro?, ¿no será muy cutre?... Pero cuando me planteé hace unos pocos meses cuál sería el regalo principal de su aniversario, lo tuve muy claro. De hecho, lo tuve clarísimo. Y es que ella, sin saberlo, me lo había dejado en bandeja. Desde que decidimos compartir nuestras vidas, han sido tantas las ocasiones en  las que me ha hablado de los titos, de sus primos, del bienmesabe, de las coquinas, y de tantas otras cosas que añoraba desde sus veraneos en San Fernando que... bueno, una cosa llevó a la otra. A principios de junio puse en marcha todo el operativo. Lo primero, hablar con mis suegros y sondear la idea de regalarle un viaje a San Fernando. Ni qué decir tiene que a mis suegros la idea les pareció genial de todas todas. Una vez obtenida su bendición, había que contar con el beneplácito de sus tíos. A ver, ya sabía que dirían que sí, pero uno es educado y no le gusta ir por la vida dándolo todo por sentado. Una vez fijadas las fechas, mi suegro no tardó ni 24 horas en darme el sí por parte de los titos: estarían encantados de alojarnos y tratarnos como si fuéramos sus hijos (y doy fe de que así fue, pero no adelantemos acontecimientos...). Y por último, comprar los billetes de avión antes de que comenzaran a subir de precio (ya sabéis, las low-cost). Una vez tuve la reserva hecha, ya pude respirar tranquilo: ¡nos íbamos a San Fernando!

¡Sorpresaaaa! Eeeh...¿lo cualo?

No sé si os ha pasado alguna vez, pero cuando tienes un buen regalo, un gran regalo, metido en un cajón, esperando ser entregado a su destinatario, la espera se hace eterna. Tened en cuenta que compré los billetes a finales de junio, por lo que faltaban prácticamente tres meses para el gran momento. Menos mal que mis suegros y su familia son muy discretos, porque aguantar el secreto tanto tiempo... es más, tuve la ocasión de comprobarlo in situ, porque sus titas tuvieron a bien venir a Barcelona a mediados de agosto para acompañar a su hermano en su setenta cumpleaños. Una vez acabada la fiesta, llegó la hora de las despedidas, y la tita Tere abrazó a mi señora y le dijo socarronamente que a ver cuando nos dejábamos caer por San Fernando... mientras me guiñaba un ojo discretamente. Mi señora le respondió que más adelante lo intentaríamos. Después de ese momento supe que el regalo no iba a ser uno más en nuestra relación. Iba a ser el regalo.

Llegado el día de su cumpleaños, yo era todo excitación. Me había currado un cutre-montaje en tres folios a base de fotos bajadas de Internet y unos muy lamentables (pero divertidos) monigotes. La cuestión era presentarlo de forma sencilla, pero personal. En la primera hoja, imprimí un resguardo de los billetes. En la segunda, una foto de un tren simbolizando el trayecto Sevilla-San Fernando y debajo, una foto de los titos, todo ello explicado con buena letra por mis monigotes ¿Fácil, no? Vuelo + tren + Titos = viaje a San Fernando. Pues no señor. Una vez le doy el sobre a mi señora y despliega la primera hoja, estupor: ¿Un viaje a Sevilla? Pero si ya estuvimos hace un par de años... Mmm... ¡esto no empieza bien! Pero me dije, bueno, cuando vea la segunda hoja lo entenderá todo. Nada más lejos de la realidad: despliega la hoja y me dice ¿Un tren? ¿Y qué pinta esta foto de mis titos? Daría dinero por poder ver la cara que puse en ese instante, pues mi temperatura corporal bajó a unos -400 grados centígrados y mis testículos ya se habían espachurrado unas veinte veces contra el suelo. Pero todo tiene una explicación: mi señora lo pilló más o menos a la primera, pero la emoción la dejó tan anonadada que no supo cómo reaccionar. Unos minutos después, ya en conexión telefónica con San Fernando, pude comprobar por el brillo de sus ojos que había acertado plenamente y que aquel regalo era el regalo. Pero, un momento... ¿no había tres hojas en el sobre? ¿Qué había en la tercera? Pues en la última había dos fotos, una de un señor que se llama Ángel León y otra de la puerta de su restaurante en El Puerto de Santa María. Un restaurante llamado... Aponiente.


Busque, compare...

Los asiduos a este humilde blog ya sabéis que el Pijo Mayor (o sea, yo) nunca sale de viaje sin haber hecho antes un minucioso estudio gastronómico de nuestro destino, pues no es cuestión de pasar una semana lejos de casa y de nuestro gato y, encima, comer mal. Como diría Florentino Pérez, never, never, never. Yo ya era consciente de dónde me metía, sabía que por aquella zona de Andalucía se come muy bien (de hecho, ¿hay algún sitio en Andalucía donde no se coma bien?), pero quise aprovechar el viaje y regalarle a mi señora una invitación a un resturante... diferente. No era casualidad que la invitara a ese sitio y no a otro: por motivos que no vienen a cuento, el año pasado pasé cuatro días en El Puerto de Santa María y entonces ya llevé a cabo el proceso de documentación que os comentaba más arriba. El nombre de Ángel León y de su Aponiente sobresalía una y otra vez en mis sucesivas búsquedas en la red. Y además, para bien: ni una crítica negativa, todas superlativas. Me metí en su web y flipé con lo que vi: cocina rabiosamente de autor basada, de forma radical, en el mar y sus numerosísimos frutos. Pescado, algas, marisco, moluscos... todos ellos tenían cabida en su arriesgada propuesta. Como el año pasado viajé solo, lo dejé para una mejor ocasión con mi señora. Y esta ocasión había llegado. Hice la reserva pertinente y un mes después, allí estábamos.


La mer

La misma noche de nuestra llegada, fuimos agasajados en casa de los titos por prácticamente toda su prole. Allí estaban los propios titos, sus hijos, sus nueras, sus nietos y hasta una tele para ver el partido del Barça. Entre toneladas de bienmesabe (cazón en adobo y luego frito: no hay palabras para describirlo), ensalada, botellines de cerveza y botellas de Lambrusco, salió a colación el tema del restaurante al que iba a invitar a mi señora, y varios de los allí presentes aprobaron de inmediato la elección, pues si bien no habían estado, tenían magníficas referencias. Esto va bien, pensé.

Y llegó el día. Tomamos el autobús hasta Cádiz y allí cogimos el catamarán que, a través de la bahía de Cádiz, te deja en el muelle del Puerto de Santa María. Un sol de bandera, una temperatura elevada pero sin apenas humedad, las vistas de la Bahía y tu señora al lado. En momentos como esos, uno no necesita nada más. Una vez en El Puerto, nos dirigimos directos al restaurante. En pocos minutos (policía municipal mediante) ya estábamos en la puerta. Nos recibió un camarero simpatiquísimo que nos llevó hasta nuestra mesa y nos trajo las cartas. Estábamos solos. Hay gente que no lo soporta, pero a nosotros, que somos un poco raritos, nos encanta, pues así nos aseguramos que no haya gente hablando a todo volumen, que comamos sin estrecheces y, lo más importante, que el personal del negocio esté única y exclusivamente por nosotros, por los Pijos.

El comedor es pequeñito, apenas unas siete u ocho mesas. Cortinas para evitar que te achicharres en  un par de minutos (os lo acabo de decir: sol de justicia), mesas amplias, sillas cómodas, mantelería y cubertería elegantes, pero sin pasarse y un hilo musical con volumen agradable. Tras indicarle a uno de los cuatro (e insisto, muy simpáticos) camareros que por favor no me sirvieran ningún plato que contuviera atún (me da asco), comenzó el festín. Este consiste en un menú degustación de -ojo- ¡veintitres platos! o la versión resumida de este, con solo once. Nosotros nos decantamos por el segundo, puesto que el primero lo vimos un poco, como dirían allí, exagerao. Y para beber, una botella de Rueda Quintaluna del año 2010. Ya sabéis que no tengo ni p... idea de vinos, por lo que antes de cagarla, me limitaré a decir que estaba muy bueno. Lo sé, es una descripción un poco lamentable, pero es lo que hay. A partir de aquí, voy a intentar explicaros lo que fue el ágape en sí. A ver si me sale.


 
Chicharrones de morena. Crujientes y saladitos. Muy buenos.


Embutidos de mar acompañados de pan de camarones. Aquí empieza lo bueno: cortes que imitan a la perfección el aspecto de las rodajas de embutido de toda la vida, pero que en lugar de estar hechos a base de cerdo, todos sus ingredientes son de origen marino.
Los ojos te decían chorizo, pero el sabor te decía lisa (que es el pescado con cuya grasa estaban hechos los embutidos). Mención especial merecen la pequeña tosta con sobrasada de caballa (espectacular) y el pan de camarones. Salivando de nuevo.


Mollete relleno de manteca colorá, mix de pescados y ventresca de atún por encima. Muy sabroso. El mío no llevaba atún, claro.


Burrata con leche pura de vaca, rellena de erizo de mar y espolvoreada con pimienta de Jamaica, sal marina del Puerto y aceite de la sierra de Cádiz. Ni qué decir tiene que lo devoramos en apenas dos cucharadas. Exquisitamente condimentado, por cierto.


Barbacoa (hecha con huesos de aceituna) de sardina con berenjena y de jurel con pasta marroquí. Gran idea lo de las aceitunas, le dan un aroma muy curioso. A mí me gustó más la sardina, a mi señora el jurel.

Hasta aquí los aperitivos. Tras traernos el pan (una rebanada de pan normal y otra de pan de algas, este último, exquisito), entramos en los platos en sí, escogidos todos ellos por el propio restaurante.


Sopa al estilo marroquí con burgadillos, acompañada de cañaíllas con un guiso de tomate. Otra gran presentación. Un plato doble que combinaba a la perfección los moluscos de la zona. El caldito marroquí estaba de vicio. Salivando de nuevo (dos).


Surimi de tomaso cubierto por remolacha y cubito de rábano con queso payoyo espolvoreado. Nos encantó. Y tiene gracia que lo diga yo, porque no me gusta el surimi ni ningún pescado crudo.


Mejillones de roca de Conil con crema de moluscos de la Bahía. Mi preferido. Podría haberme comido litros y más litros de aquella crema. Salivando de nuevo (tres).


Risotto de microalgas con puntitos de allioli hecho a mortero. Mi otro preferido en dura pugna con los mejillones, con un arrocito al dente. Salivando de nuevo (cuatro).

Y por último, los postres, que fueron dos:


Dulce de manzana ácida, plancton y wasabi. Un postre mar y montaña. ¿Es eso posible sin vomitar? En Aponiente, sí. Exquisito, uno de los highlights de la jornada.


Alfajor de Medina Sidonia hecho con nitrógeno líquido. El único bocado no marino de toda la comida. Debía de estar bueno para que mi señora se lo comiera en apenas tres bocados, más que nada, porque llevaba canela por encima y ella odia la canela. La odia de verdad. Un rinconcito dulce.


Tras todo esto y un cafelito para cada uno, nos quedamos la mar de bien, detalle que justificó de sobras no habernos decantado por el supermenú de los veintitrés platos, pues hubiéramos salido de allí arrastrándonos por la bahía. A continuación pedí la cuenta. Subió a 216 euros. ¿Caro? ¿Barato? A ver, no es barato, no nos engañemos, pero como digo en todas y cada una de las entradas de este blog, el precio lo acabas poniendo tú. Es un importe elevado, no cabe duda, pero teniendo en cuenta el laboriosísimo trabajo que hay detrás de cada plato, la categoría del producto utilizado en su elaboración, el entorno y el exquisito trato del personal, a nosotros no nos dio la impresión en ningún momento de que estábamos pagando de más. Y ¡qué coño! Si te gusta comer, este tipo de cocina hay que probarla, ¡aunque sea una vez en la vida! Es más, a ver en cuántos restaurantes con estrella Michelin (Aponiente tiene una) comes por 100 euros.

La mer encore

Salimos del restaurante pasadas las cuatro y pusimos rumbo de nuevo hacia el muelle, el catamarán estaba esperando... como esperaréis vosotros, Pijos míos, a la siguiente parte de nuestro periplo gaditano, pues, como se suele decir, ¡esto acaba de comenzar!

CONTINUARÁ...


Aponiente
Calle Puerto escondido 6
El Puerto de Santa María (Cádiz)
956.851.870
www.aponiente.com

martes, 4 de septiembre de 2012

CHERIFF


Hay tíos que tienen criterio... y Jordi es uno de ellos. Es de aquellas personas que defienden su punto de vista de forma vehemente, apasionada,  ¡hasta sus últimas consecuencias! A veces demasiado, todo hay que decirlo. Pero, qué queréis que os diga, sus ocasionales excesos verbales  son d'allò més entranyables. Y se los perdonamos. Primero, y más importante, por que lo queremos un montón. Segundo, porque te ríes muchísimo al rememorar episodios como el de aquel día en el que se me ocurrió decirle que comer en el Bulli tenía que molar. Y tercero, como ya dije al principio, porque tiene criterio. Tiene mucho criterio. Por eso, cuando le pedimos consejo para comer aquí  o cenar allá, mi señora y yo siempre seguimos a pies juntillas sus sabias recomendaciones. Y un dato a tener en cuenta: Jordi es un bon vivant, le gusta comer bien, lo que hace que sus consejos adquieran para nosotros, los Pijos, categoría de dogma de fe.

¿Jordi, tú sabes de algún sitio donde...?

Creo que puedo decir, sin miedo a equivocarme, que yo conquisté a mi señora por el estómago. O por lo menos en parte. Imposible olvidar el par de pseudo-tugurios a los que la llevé al principio de mis acometidas románticas: cualquiera otra chica hubiera huido al entrar en aquellos antros -míticos para mi entonces, míticos para los dos ahora- de estética más próxima a las pelis de Torrente que a las tabernas que frecuentaba Jean Cocteau en sus años por el Chino, pero donde el comer se transformaba, como decía uno de los hijos de Julio Iglesias, en una experiencia religiosa.

Yo tenía mis fuentes (estos dos lugares eran recomendaciones de mi gran amigo Uri), pero mi señora... también. Por eso, cuando ya durante nuestro primer año de relación ella quiso  reconquistarme por la vía romántico-culinaria (ya sabéis: hay que regar toooodos los meses la plantita del amor para que esta no se marchite), le pegó un telefonazo a Jordi y este le dio un nombre: Cheriff.


Todos los caminos llevan a la Barceloneta

Siempre he vivido en Barcelona. Sant Antoni, Gràcia, Poblenou... barrios todos ellos encantadores, pero si hay alguno en el que siempre me hubiera gustado vivir y hasta el momento no he tenido la oportunidad, ese es el de la Barceloneta. Seguro que más de uno me diréis que es demasiado ruidoso, que hay mucha inmigración, que ya no es lo que era... puede que tengáis razón, pero el panorama que me encontraría, mejor o peor, seguro que no distaría mucho del de cualquier otro barrio de  la ciudad. Me imagino que antiguamente las diferencias entre los distintos barrios de Barcelona serían bastante notables, pero hoy en día... Cosas de la globalización, supongo.

Después de las infernales temperaturas de las últimas semanas, aproveché la suave sobremesa del pasado viernes para ir dando un paseo hasta el propio Cheriff, sito en la calle Ginebra, en plena Barceloneta, y hacer la foto de rigor a su fachada (podría haberla hecho el día de autos, pero teniendo en cuenta que mi cámara no es nada del otro jueves y que, dato a tener en cuenta, era de noche, lo más probable es que me hubiera salido un churro de foto). Aunque me lo sepa de memoria, este es un trayecto que cada vez que lo hago lo disfruto como si fuera la primera vez: pasear lentamente por las callejuelas  de la Barceloneta mientras fijas tus ojos en esos tendederos que asoman prácticamente de todos los balcones (una imagen que me fascina y que me transporta muchos años atrás en el tiempo) no tiene precio. Y si lo rematas con una cervecita en la terraza de algún bar o restaurante, dejándote embriagar al mismo tiempo por el aroma a paella, a marisco, ¡a lo que sea! que sale de su cocina... eso ya no tiene nombre.

“Los percebes ya no son lo que eran”

El Cheriff es de esos sitios que es de lujo... pero que no es de lujo. Me explico: una vez entras, te encuentras, a la izquierda, con la típica pecera de las marisquerías, repleta de hermosas langostas, y a la derecha una inmensa nevera con expositor, donde toda suerte de moluscos, cefalópodos y otras suculentas especies marinas están pidiendo a gritos salir de ahí y darlo todo en el plato del comensal. Si sigues caminando, te encuentras un pequeño bureau, que es desde donde el señor Cheriff -el dueño, vaya, un señor con bigote muy simpático (el señor, no el bigote) se encarga de dirigir todo el cotarro y hacer la cuenta de su puño y letra (ver foto). A la izquierda está la entrada al comedor, una habitación de decoración un tanto rancia, a base de maderas oscuras y motivos marineros, con una serie de falsos ojos de buey distribuidos por todo el perímetro. Con todo, su estética desfasada no molesta (no es opresiva, vamos). Un defecto, por decir algo, sería que es algo pequeño. Bueno, no tanto, lo que pasa es que aprovechan al máximo el espacio disponible y lo llenan de mesas, al más puro estilo parisino, con varias pequeñas y un par de forma redonda para grupos de seis u ocho personas. Pero no hay mal que por bien no venga, pues gracias precisamente a esa proximidad pudimos oír en una ocasión (hace un par de veranos, si no recuerdo mal) a dos señores, uno de unos cuarenta-y-muchos y el otro de unos setenta-y-pocos, con ropa ambos de sport (¡Diosssss, cómo odio esa palabra!) y pinta de dentistas de la zona alta de Barcelona (mi señora opina que eran hombres de negocios), comentando sus vacaciones en Cabo Verde mientras degustaban unos percebes. Tras una interesantísima referencia al siempre fascinante mundo de las embarcaciones de recreo, uno de ellos finiquitó la conversación con una de esas frases que, una vez oídas (y más en el contexto en el que se produjo), se quedan grabadas para siempre en tu subconsciente y echas mano de ellas cada vez que quieres darle una pequeña pincelada irónica a tus frases: los percebes ya no son lo que eran. No sabéis la de veces que nos hemos reído de (y con) esa sentencia, desde entonces en mi top-five de mejores frases pilladas al vuelo.

Ahora tampoco os penséis que toda su clientela es así (pija, quiero decir), pues en el Cheriff yo he visto de todo, desde mindundis como nosotros a familias de tota la vida, turistas, empresarios y demás amantes del buen comer. Y hablando de comer, ¿qué se come en el Cheriff? Pues si está en la Barceloneta, la cosa está clara, ¿no? La señora Nini (que es como llaman cariñosamente a la cocinera y propietaria) cocina unos arroces sencillamente indescriptibles (¿la mejor paella de la Barceloneta? La respuesta es ¡SÍ!), por no hablar del cariño con el que cocina los fresquísimos pescados y mariscos que adquieren a diario en la lonja de la Barceloneta (¿de dónde si no?). En nuestra última visita, tuvimos a bien pedir unos mejillones al vapor (pequeñitos y sabrosos), unos salmonetes (mi señora llora cada vez que piensa en esas pequeñas maravillas rosadas) y un delicioso arròs negre, bañado todo ello con... atención... redoble de tambores... ¡Champagne! ¡Sí! ¡Los Pijos han bebido algo que no era cerveza! Es que la ocasión (era mi cumpleaños) lo merecía, si bien he de deciros que la botella de Laurent Perrier brut era mediana, más que nada porque una entera no nos la acabamos. ¡Qué bien cenamos ese día, joder! Como siempre que vamos al Cheriff, vamos.


Yo aquí sí vuelvo

Esa misma noche, el camarero de las gafas (no sé cómo se llama, la próxima vez se lo preguntaré) nos llevó hasta nuestra mesa y nos comentó que hacía como un año y medio que no veníamos. Coño, vaya memoria, le dije. Realmente no hacía tanto (unos nueve meses como mucho) pero la cuestión es que nos recordaba de anteriores visitas, lo cual es un detalle que los Pijos siempre valoramos. El servicio del Cheriff, tanto por este chaval (un tío muy cachondo que incluso compartió con nosotros unos chupitos, a los que, por cierto, invitó él) como por las otras dos chicas y el propio señor Cheriff, está más que a la altura, razón que suma a la hora de dejar una generosa propina. Se lo merecen. De verdad.

Y el precio: 97,50 euros en esta ocasión. No es para nada caro, teniendo en cuenta que el pescado y el marisco frescos se pagan y que ya la media botella de champagne supone más de la tercera parte de la factura. Y si no, haced la prueba: reservad (imprescindible, casi siempre está lleno), pediros una paella con una ensalada y un par de cervezas y ya veréis que la cuenta apenas pasará de los 3o ecus por cabeza. Si es así, no hace falta que nos deis las gracias. Y si pasa un poco, los Pijos nos haremos cargo de la diferencia. Bueno, eso ¡ya lo hablaremos!

Cheriff
c/ Ginebra 15
Barcelona
933.196.984