jueves, 21 de noviembre de 2013

EL CELLER DE CAN ROCA

Mi señora y yo, como ya sabéis, tenemos muchas cosas en común. Una de ellas tiene que ver con el objeto (o, mejor dicho, con el restaurante) del que vamos a hablar hoy. Me refiero a lo poco que nos gustan los juicios absolutos. De hecho, no los soportamos. Por vanidad, por crear tendencia, por vagancia o, simplemente, por gilipollez innata, esos juicios están a la orden del día. Porque, vamos a ver…  ¿Es necesario referirse a Messi CONSTANTEMENTE como el “millor jugador del món”? Sí, vale, es muy bueno, todo lo que tú quieras, pero es muy cansino hacer de sus habilidades como futbolista una verdad absoluta. Por no hablar de esa revista (no diré el nombre para no perjudicarla… bueno, va, una pista: comienza por Time y acaba por Out) que una semana sí y la otra también saca una portada (con su correspondiente reportaje a seis páginas) sobre las mejores patatas bravas de Barcelona, o las mejores hamburguesas de Barcelona, o las mejores croquetas de…  Lo de esta revista, además, es enfermizo, en serio. Hace unos meses llegaron a publicar en su web una lista titulada… ¡Los mejores bares de yayos de Barcelona! Y luego está la figura del enterao, aquel  personaje odioso al que le comentas que has comido, qué sé yo, una pizza muy buena en tal sitio y él te responde en medio segundo con un pues si quieres comerte una buena de verdad, ve a no-sé-dónde, hacen las mejores pizzas de Barcelona. Le da igual tu recomendación, se la suda, tan solo desea dejarte claro que la verdad, la verdad absoluta, solo la conoce él. Y nadie más que él. Lo dicho: odiosos.

Todo esto también es aplicable al que desde hace unos pocos meses es considerado por la prestigiosa revista británica Restaurant como el mejor restaurante del mundo, El Celler de Can Roca. ¿Y… es así? Veamos.

La tradición Pija


Contando la cena de la semana pasada, los Pijos ya hemos visitado el Celler en tres ocasiones. La primera fue en febrero de 2011. Entonces tenían solo dos estrellas Michelin y ocupaban el cuarto puesto en el ranking de Restaurant (le antecedían el Noma de Rene Redzepi, El Bulli y The Fat Duck, del cachondo de Heston Blumenthal). Quería invitar a mi señora a un restaurante de primerísima categoría (de hecho, este sería nuestro primer estrellado), y como los otros tres se me escapaban por presupuesto (y por sus delirantes listas de espera, dicho sea de paso), me decanté por el que quedaba. En muchas de sus magníficas crónicas culinarias, Pau Arenós no hacía más que reivindicar la cocina de los hermanos Roca y pedir –no, ¡exigir!- para su restaurante la tercera estrella y un empujón hacia arriba en la dichosa lista anual, así que no me lo pensé: tras cerciorarme de que podría pagarlo –el amor no está reñido con la cordura-  envié un e-mail al Celler, rezando para que aceptaran mi reserva para el día propuesto. Y fue mucho mejor de lo que pensaba, puesto que me respondieron a los pocos días y me confirmaron, con tres meses de antelación, una mesa para dos para principios del mes de febrero de 2011 (ni qué decir tiene que esto de reservar mesa en el Celler con solo tres meses de antelación ya pasó a mejor vida. Ahora has de reservar... ¡a once meses vista!). La cuestión es que la velada fue tan bien que, desde entonces, decidimos que cada año celebraríamos allí nuestro aniversario. Y así fue: en noviembre de 2012 repetimos y la semana pasada volvimos a personarnos en el lugar del crimen. Los Pijos somos así, como muy… tradicionales.

Frío, fuego, ¡luz!

Si no has pasado nunca por delante, la primera impresión que te llevas del Celler nada más bajarte del taxi (está bastante lejos del centro de Girona) es que, más que un restaurante, parece más bien un búnker o un refugio anti-radiación. Ante tus ojos, un muro de más de tres metros de alto forrado de maderas nobles con el nombre del establecimiento a media altura en letras iluminadas. A la izquierda del muro, un pasillo ascendente de unos seis o siete metros de largo, iluminado desde el suelo, que te lleva hasta el jardín. Allí la cosa ya cambia. Vemos árboles, zarzas, un pequeño fuego encendido sobre una especie de barbacoa de diseño, unas mesas que deben estar cotizadísimas en época de buen tiempo  y un montón de focos que dan mucha claridad, tanto a la fachada de la masia donde se ubica el restaurante como al propio jardín en sí. Todo muy bonito, sí, pero si vais en invierno (como nosotros) os recomendamos que no os entretengáis mucho en hacerle fotos, os podéis quedar tiesos por el frío.
A la derecha del todo se encuentra la puerta que da entrada al edificio. Una vez la cruzas, te encuentras con un espacio completamente blanco, de techos altos, que me recuerda mogollón a la habitación que salía al final de 2001: Una odisea del espacio. A la izquierda, el mostrador y unos metros después, la entrada a la cocina. A la derecha, dos pasillitos en paralelo que dan acceso a los dos lados del comedor, el cual tiene forma triangular y está rodeado de paredes de cristal que dan a esos típicos jardincitos de piedras, zarzas, arbolitos raros y tal (si alguno de vosotros sabe cómo se llaman, que nos lo diga, por favor, nos tiene intrigados). En el suelo, parquetazo, por supuesto, y en el techo, claro, ¡más madera!

Hace poco pudimos ver a la madre de los Roca en el programa de TV3 El convidat. Todo el episodio estuvo muy bien, pero mi momento favorito es aquel en el que Albert Om le pregunta a la señora Fontané por lo que pasó por su cabeza cuando entró por primera vez al restaurante de sus hijos tras la reforma a fondo que hicieron hace unos años. La respuesta:  I com ho pagareu, això? (¿y cómo pagaréis esto?).  El amigo Om se descojonaba, pero solo hay que ver la cara de la entrañable abuela para ver que sus palabras no escondían ni un ápice de ironía: le preocupaba que la millonaria inversión que habían hecho sus vástagos en aquella decoración se los llevara por delante en caso de que el negocio no funcionara.  Pero funcionó. Porque esa decoración ya te gana nada más entrar. Sabes que estás en un lugar especial y que está diseñado para que el cliente se sienta cómodo y relajado, completamente preparado para lo que está por venir.

La carretilla

A esa sensación de confortabilidad contribuye sobre manera el gran servicio del Celler, todo un ejército de camareros y maîtres que hacen que todo funcione como un reloj. Normalmente, el camarero (o camarera) que te lleva desde la entrada hasta tu mesa será la persona que te atenderá el resto de la velada, con la excepción del maître, que es quien toma nota del pedido, y del sumiller. Sillas amplias y cómodas, y sobre la mesa, también muy amplia, un gran mantel blanco y tres rocas que representan… ¿de verdad os tengo que decir qué representan? Tras ofrecerte una copita de cava de bienvenida –Albert i Noya, un brut fabricado especialmente para el Celler,  muy bueno- te traen la carta, un díptico de casi medio metro de alto cuyas dimensiones pasan a ser anecdóticas desde el preciso instante en que te traen las cartas de vinos (sí, cartas, en plural, una para los tintos, otra para los blancos y otra para los cavas y champanes). Esas cartas son tan jodidamente grandes que te las traen ¡en una carretilla! ¡De verdad! Para que os hagáis una idea, vienen a ser un poco más grandes que los libracos de Taschen que todos hemos regalado alguna vez por Navidad. Y pesan un huevo, claro. ¡Llevan hasta índice! No me he fijado nunca, pero no me extrañaría que al final de cada mamotreto hubiera una bibliografía. Cachondeo a parte, no hay que olvidar que se llama Celler (bodega) por algo. Los amantes de los vinos deben sentir un orgasmo detrás de otro nada más ver que se acerca la carretilla.

Aquí hemos venido a jugar

Al contrario que en nuestra primera visita (en la cual pudimos elegir entre carta o menú degustación), las opciones se reducían a dos menús degustación, el Menú Clàssics, que incluye (hablo de memoria) cuatro o cinco aperitivos, cinco platos y dos postres, todos ellos clásicos de todas las épocas del restaurante, y el Menú Festival, consistente en siete aperitivos, once platos y tres postres, los cuales van cambiando cada año. Tras varios minutos de dudas –todavía teníamos fresco el recuerdo de nuestra primera visita, en la que salimos completamente doblaos de tanto comer y beber- nos decantamos por el segundo. Aunque los Pijos no somos muy de menú degustación –siempre se nos hacen un poco largos- aquí las opciones eran darlo todo… o darlo todo. Y puestos a darlo todo, qué coño, ¡a por el grande! Como decían los concursantes del Un, dos, tres ante la disyuntiva de quedarse con el regalo que había traído (el gran) Arévalo y el que había traído la Bombi: ¡¡Aquí hemos venido a jugar!!

Volviendo al tema de la carta de vinos. Mi señora (que es la que entiende algo de caldos) se lió tanto con la p#@ carta que no encontró el Riesling que nuestra amiga Ka tuvo a bien regalarnos hace unos meses y pidió una botella de Naiades 08, denominación de origen Rueda. Nos decantamos por un único vino para toda la cena, pasando del maridaje, más que nada porque este está hecho para gente a la que le chifla el vino y, lo más importante, para gente que sabe apreciarlo. Y nosotros, los Pijos, no somos ni de unos ni de otros.  Mi siempre lamentable gusto para los vinos tan solo alcanza a deciros que estaba muy bueno. Qué queréis que os diga, el bebercio no es lo mío.

¡Que comience el Festival!

Hace unos días se me pasó por la cabeza hacer una selección, una especie de greatest hits, de entre todos los platos que hemos comido en el Celler en estos tres años, puesto que algunos merecen subir a los altares del imaginario Pijo, pero finalmente deseché la idea. Creo que hubiera quedado un poco dispersa y que crearía (en el caso de que alguno de vosotros se animara a comer aquí) alguna falsa expectativa: la mayoría de ellos ya no están en la carta y difícilmente volverán a ella. Pero a última hora llegué a un acuerdo conmigo mismo y colé en la descripción del Menú Festival el que, para mí –y creo que para mi señora también- ha sido el plato por el que siempre llevaré al Celler en mi corazón.

Sin más dilación, vamos con los 21 platos (más uno) del menú festivalero, descritos todos ellos con la naturalidad y sinceridad que caracterizan a los Pijos (por cierto, os pongo los nombres de los platos ya traducidos del catalán, para no andar traduciendo en cada línea).

LOS APERITIVOS


Comerse el mundo.  Un tronquito de madera con cinco pequeñas ramas hechas de alambre de las que cuelgan otros tantos pequeños snacks basados cada uno de ellos en el sabor típico de un país concreto. Estaban Méjico (con un burrito de mole poblano y guacamole), Perú (con un caldo de ceviche), China (con unas verduritas encurtidas con crema de ciruelas), Marruecos (con una mezcla de almendras, rosas, miel, azafrán, ras el hanout y yogur de cabra) y Corea (con pan frito, panco, panceta cocida con salsa de soja, tirabeques, kimchi –esto no sé lo que es- y aceite de sésamo). Ya lo sirvieron el año pasado. Pese a que sigue estando a un nivel muy alto, nos gustó más entonces, porque, a diferencia de este año, lo plantearon como un juego y tenías que adivinar a qué país correspondía cada snack. En cualquier caso, hablamos de auténticas maravillas de ingeniería gastronómica, todas ellas absolutamente deliciosas. ¡Todas!


Aceitunas caramelizadas. Un clásico del Celler que no puede faltar. Aceitunas sevillanas caramelizadas rellenas de anchoa y colgadas de un olivo bonsai. Buenísimas, otro año más.

 
Crujiente de gambita. Te las sirven en una maderita, justo encima de lo que parecen unas redecillas de pescador. Todo el conjunto remite a esos cuadros de nudos marineros tan demodés que cuelgan de las paredes de los restaurantes de la Barceloneta. El crujiente, de hecho, imita la forma de esas mismas redecillas. Muy sabrosas y nada aceitosas.

 
Bombón de Carpano con pomelo y sésamo negro. Una mezcla de vermut y cítrico que explota dentro de la boca y te deja un aroma excitante. Quizá mi snack preferido.

 
Tortilla de calabacín. Servida en cuchara, parece más un ñoqui, pero es muy sabrosa. Nos gustó.


Bombón de trufa de verano. Servidos en un mortero de mármol con una especie de helechos haciendo de base, recreando el hábitat natural de las trufas –bueno, ¡eso creo!-. A mi señora le gustó más que a mí. No soy muy de trufas, la verdad.




Brioche de ceps. Buenísimos. Para mí, el mejor aperitivo después del bombón de Carpano y el de los países. Esponjoso hasta decir basta, te los sirven sobre una rebanada de pan rústico hecha de metal y con un trocito de cep encima del brioche. Si lleva ceps, tiene que ser bueno.

LOS PLATOS


Consomé vegetal. Comenzamos el menú propiamente dicho con un plato de consomé hecho a base de puré de calabaza, chirivía, confitura de membrillo, nabo, zanahoria, patata violeta, queso comté, ñoquis de ceps y tofu de avellanas. Los que nos seguís desde el principio ya sabéis que al Pijo Mayor le pirran los platos de cuchara en general y los de sopa en particular. Pues este casi me hace entrar en la cocina, cuchillo en ristre, y amenazar a todo el equipo si no me llenaban una garrafa de cinco litros con ese líquido celestial. Nunca un caldito de verduras me había emocionado tanto. Los colores, los sabores, las texturas, el olor…Bufff…. Una maravilla, señores, una jodida maravilla.


Comtessa de espárragos blancos y trufa. Esto ya fue un golpe bajo, señor Roca. A los Pijos nos vuelven locos los espárragos, pero prepararlos y servirlos en forma de homenaje al postre más ochentero de la historia, aquel que amenizó tantas y tantas sobremesas de domingo mientras intentabas asimilar los bodrios que echaban en Estrenos Tv… eso, Joan  -¿puedo llamarte así?- nos llegó al alma. Un plato –como el pan con aceite del Capritx - que nos transportó a nuestra infancia mientras el suave helado de espárrago con trufa se deshacía en nuestras bocas. De diez, Joan, de diez.


Alfombra de castañas con anguila. Mmm… un plato que no me acabó de convencer –a mi señora le agradó bastante más. Quizás fue por la textura, demasiado cremosa para mi gusto. De sabor, muy bien, eso sí. Y es que llevando castaña a la brasa, anguila ahumada, estragón, hinojo, mantequilla tostada, naranja confitada y yuzu ha de estar bueno, ¿no? Ah, y la presentación, magnífica.


Caballa con encurtidos y botarga. Una de esas obras de ingeniería de las que hablaba al principio. Solo por su trabajadísima presentación ya merece el elogio, pero es que además ¡está bueno! Caballa marinada con sal y azúcar, infusión de caballa, salsa de caballa con vino blanco, limón, alcaparras y botarga de lisa… Caballismo puro y duro. Fans.


Cep curado en sal con yema de huevo marinada en miso y aire de levadura. Me remito a lo que dije un poco más arriba: si lleva ceps, tiene que ser bueno. Y lo estaba. Presentado como si fuera un huevo frito, el miso le daba al plato un aire oriental muy interesante. Mi señora creo que mojó pan y todo. Yo no, que me hincho y luego no como.

 
Ensalada de anénonas, navajas, espardenyes y algas escabechadas. La foto no le hace justicia, pero os puedo asegurar que fue uno de los platos definitivos de la velada. Si te gusta el mar, si te gustan los productos del mar, como a nosotros, este es tu plato. No sabría deciros qué es lo que más nos gustó de él, puesto que todo, repito: todo, estaba espectacular. Un homenaje al producto de proximidad, fresco y en su punto de cocción, es decir, escaso. El gran Paco León lo firmaría ya para su Aponiente.


Toda la gamba. Si el anterior era definitivo, este es definitivísimo. Al igual que con la caballa (y con el cerdo), Joan Roca aprovecha toda la gamba –una señora gambaca- para que la Costa Brava llegue a tus papilas gustativas en todo su esplendor. Otra magnífica presentación con una gamba –gambaca- a la brasa en el centro del plato sobre una base de jugo de la cabeza con algas, una ligera fritura de sus patitas a ambos lados y un bizcocho de plancton delante y detrás. Brutal.


Cigala al vapor de Palo Cortado, bisqué avellanizado y caramelo de Jerez. Otro plato al que la foto no le hace justicia. Y otro homenaje a la Costa Brava. El camarero dispone ante ti una bandejita de pizarra con una ollita a la izquierda, un cuenquito en el centro y una cucharilla a la derecha. En la ollita, una cigala ya pelada sobre una rejilla que separa el marisco de unas brasas al rojo vivo. En el centro, el bisqué –una especie de sopa marinera francesa- de cigala y avellanas y, al final, una cucharilla con una gota de caramelo de Jerez. Una vez estás preparado, el camarero destapa la ollita, vierte un chorrito de Palo Cortado y la vuelve a tapar. En cinco segundos, la cigala ya está lista, por lo que ya puedes proceder a comértelo todo de izquierda a derecha. Cedo la palabra a mi señora, ella definió a la perfección nuestras sensaciones: Pijo, este plato me ha llegado al alma. Pues eso.


Lenguado a la brasa con ajo negro fermentado, ajo blanco, jugo de perejil y limón. Un señor lomazo de lenguado con una salsita de ajo y perejil presentada como si fuera un chicle. La salsa era excelente y el lenguado… bueno, el lenguado era espectacular. Una carne que se deshacía en la boca. Nos gustó que acabara el turno de los pescados con este plato. Un broche de oro, qué duda cabe.

 

Mandala especiado de flor de alcachofa, ventresca de cordero lechal y mollejas de cordero.
A nivel estético, este fue de lejos el mejor plato. Todo el mandala estaba rodeado, tanto por dentro como por fuera, por yogur de curry, remolacha, espinacas, nabo, limón, mandarina, boniato y varias florecitas comestibles. En el centro, una gran flor de alcachofa que cubría unos crujientes cuadraditos de cordero lechal y sus mollejas. Ya sabéis que no soy muy de carne, pero aún así me gustó. Contribuyó a ello que la carne estuviera tierna y sabrosa. A mi mujer le gustó más que a mí.

 

Parfait de pichón con cebolla.  El plato que menos me gustó junto al de la anguila. Habitualmente como muy poca carne, pero pajaritos, todavía menos. Y el hecho de que estuviera tan poco hecha no contribuyó precisamente a aficionarme a ella. Mi señora dice que estaba bien. Eso sí, la guarnición, a base de nueces caramelizadas al curry, enebro, piel de naranja y hierbas varias, estaba muy buena. Me la acabé y dejé discretamente la carne a un lado.

LOS POSTRES

 
Helado de masa madre con pulpa de cacao, lichis salteados y macarrones de vinagre de Jerez. Entramos en el terreno de Jordi Roca. Un postre que ya entraba por la vista –parecía un erizo-  y con un juego de texturas muy agradable, con el punto justo de dulzura (no hay nada peor que un postre que empalague). El vinagre le da un toque muy guapo. El postre que más me gustó.


Manzana de feria. Si no recuerdo mal, hizo este postre en la primera edición de Masterchef, pero con alguna pequeña modificación respecto al que preparó en el programa.  Se trata de una falsa manzana a base de caramelo y que está rellena de crema de manzana, acompañada por un algodón de azúcar de lo más raruno –era verde- y una especie de tierra de azúcar. Un poco empalagoso, la verdad, pero aún así, un gran postre. Sigo quedándome con el primero.



Nueces tiernas con limón y ratafía. Estuve a punto de llamar al camarero y pedirle, por favor, que me trajera unos picos, pues este postre parecía un platillo de ensaladilla rusa. Cachondeo a parte, la ensaladilla estaba deliciosa, nuevamente con el punto justo de azúcar. Segundo puesto en el ranking de postres de la noche.

EPÍLOGO

El gol de Messi. Este es el plato que no he podido resistir a comentar pese a que lo degusté hace ya casi tres años. Unos meses antes de ni tan siquiera pensar en invitar a mi señora a cenar al Celler, vi unas fotos en El Periódico de Catalunya que me llamaron muchísimo la atención. Jordi Roca, el encargado de los postres de un restaurante familiar de Girona, había dedicado una de sus creaciones a Leo Messi y más concretamente, a su inolvidable gol maradoniano contra el Getafe. No era la típica mona de Pascua con su cara, o una tarta con una foto serigrafiada, no, era un postre en el que había intentado plasmar aquella irrepetible jugada. Eeeeh… ¿Cómorl? ¿Jugada? ¿Postre? No entendí nada. Por eso, cuando íbamos camino de Girona, le comenté a mi señora que si estaba en la carta lo pediría, a ver cómo se comía eso –nunca mejor dicho. Una vez allí, hicimos nuestro pedido y, al no ver el postre por ningún lado de la carta, le pregunté al camarero si todavía lo hacían. Me dijo que era una creación de Jordi que no estaba en la carta pero que le iba a preguntar a ver si podían hacerlo especialmente para mí. Y el amigo Jordi... ¡dijo que sí! Joder, son uno de esos detalles que ya te ganan. Una vez acabados los platos, el camarero me trajo media pelota de color blanco con césped sintético encima que olía ¡a hierba! (no sé qué coño utilizó, pero olía claramente a césped). La jugada estaba representada por una tira de metacrilato en forma de zigzag en la que tenías que ir sorteando/comiendo rivales (en este caso unos pequeños merengues: Jordi, era contra el Getafe, no contra el Madrit) para, finalmente, atravesar con una bolita de dulce de leche –homenaje al país de nacimiento de Leo- una redecilla de azúcar y marcar el gol de tu vida, representado por una mousse de fruta de la pasión, flores, bergamota, menta, lima, limón y ¡peta-zetas! El éxtasis, vamos. Antes de marcar mi gol, el camarero me preguntó si quería ambientarme con la locución que hizo aquella noche Joaquim Maria Puyal en su retransmisión para Catalunya Ràdio. Le dije que sí, claro. Imaginad la escena: me trae un Ipod Nano y me pregunta  Preparat? Asentí y le dio al play. Comienzo a escuchar al Puyal y aquello de mésimésimés!! mientras voy cepillándome/comiéndome a los rivales, y cuando Puyal suelta el encara Messi, encara Messi!! marco el gol con la bolita y los tres (el camarero, mi señora y yo) levantamos los brazos y gritamos ¡¡Goool!! A continuación sumergí la cuchara en la mousse y sentí algo aproximado a lo que debió sentir Leo aquella noche de abril del año 2007, una auténtica explosión de felicidad, pero en este caso en el interior de mi boca. Fue increíble, inolvidable, una obra maestra hecha postre. ¿Comprendéis ahora por qué he querido recuperarlo?

EPÍLOGO DOS

Volvamos al presente. Tras el último postre, el camarero tomó nota de los cafés, en mi caso fue una infusión, y nos acercó un carrito –que ya habíamos visto el año pasado- de color negro con tubitos blanquirojos,  homenaje a la película Charlie y la fábrica de chocolate. ¿Y qué contiene? Todo aquello que haría inmensamente feliz a un dentista: bombones de todos los tipos, frutas confitadas, frutos secos caramelizados, galletas… en fin, un auténtico exceso azucarero. Aunque a esas alturas de la noche no nos cabía casi nada más, hicimos un pequeño esfuerzo y picoteamos unos cuantos bomboncitos. Buenísimos todos, claro.

El eterno debate

Tras el último bombón, mi señora y yo estuvimos debatiendo unos minutos sobre todo lo que habíamos comido y llegamos a la conclusión de que el giro marinero de este año –tan solo dos platos de carne- había sido todo un acierto. Con nuestros estómagos llenos y nuestras mentes todavía en funcionamiento –pasaban de las doce y media y comenzábamos a estar algo cansados- procedimos a pedir la cuenta. La cena de aniversario nos salió por 434,64 euros, IVA incluido. Dos menús Festival, el vino, el agua, un café solo y un poleo menta. No es caro, no, es lo siguiente: ¡carísimo! Pero es que al Celler no se viene a cenar, se viene a… otra cosa. Es la experiencia gastronómica total: durante más de tres horas, pones tus cinco sentidos al servicio de una cocina directamente de otro mundo, con medio pie en la tradición y el pie y medio restante en la fantasía. Se huele, se toca, se ve, se oye, se saborea, todo ello dentro de un entorno muy confortable y con un servicio de primera división. Por eso me da mucha rabia toda esa gente que, sin haberlo probado –repetimos: sin haberlo probado- descalifican este tipo de experiencias a la primera de turno. Que si eso no es comer, que si todo es una farsa, que te sirven platos ridículos a precio de oro, que si yo una vez comí en uno parecido, que si son un timo, que si… es un discurso muy endeble que no se sostiene por ningún lado. Y que cansa. Cansa mucho. Primero, insisto, porque no lo han probado. Segundo, porque es una experiencia cualitativa, no cuantitativa. No se trata de ponerte hasta el culo y salir arrastrándote, se trata de probar, de disfrutar de una serie de platos que probablemente no vas a volver a catar en tu puta vida. Y ojo, que a mí también me gusta lo primero, pero no aquí. Para eso ya voy cada año a Cal Ganxo , donde mis colegas y yo nos ponemos finos a base de calçots y allioli. Y tercero, porque un precio elevado –muy elevado, en este caso- no tiene porqué ser igual a timo, sino más bien a trabajo de artesanía con el mejor producto disponible. Timo es que tu señora te invite a cenar a un famoso bistronómic de mi barrio –en Sant Antoni- y que se deje más de setenta euros en un ágape que no llegaba ni a aperitivo. Gastarte esa pasta en una cena para que tu pareja se planteé muy seriamente hacerse un bocata al llegar a casa es muy triste. Eso sí que es un timo. Los Pijos no son ricos, ya les gustaría, pero mientras puedan gastarse ese pastón una vez al año para festejar que son las personas más felices del mundo, lo harán, ¡y tanto que lo harán! Y más teniendo en cuenta que van a un restaurante donde siempre les han tratado de maravilla, donde el propio dueño les ha preguntado si se lo han pasado bien, donde una camarera les ha invitado a ver esa cocina que parece la Enterprise porque sí, porque le hemos caído bien, donde el pastelero ha hecho exclusivamente para ti el postre que creías que jamás ibas a probar, donde, en definitiva, se come de maravilla. Dicho todo esto, volvamos al principio: ¿Es El Celler de Can Roca el mejor restaurante del mundo? ¡Quién sabe! Puede que sí… y puede que no. Pero a nosotros eso nos da igual. Los Pijos se citan aquí cada 13 de noviembre por la noche porque no pueden imaginarse un sitio mejor para celebrar que están vivos, que tienen salud y, lo más importante, que se quieren mucho. Durante casi cuatro horas al año es nuestro mejor restaurante del mundo.

El Celler de Can Roca
c/ Can Sunyer 46
Girona
Tel. 972.222.157
www.cellercanroca.com   
 

P.d.

Era inevitable.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

THE GARGANTUAN TOUR - TERCERA ETAPA: EL LLAGUT


Estaba seguro de que la tercera etapa del Gargantuan Tour iba a salir bien. Bueno, a ver, seguro-seguro, lo que se dice seguro… no, pero casi, vamos. Me lo decía mi instinto Pijo, ese instinto que tantas sobremesas (y noches) de gloria nos ha proporcionado a mi señora, a mí y (espero) a la mayoría de vosotros, pijos míos. Y se basaba en algo tan endeble y absurdo como un refrán. Así es, amiguitos, el Pijo Mayor pensó que a la tercera tenía que ser la vencida. Y esa tercera no hacía referencia a las etapas previas de nuestro recorrido, sino a mis dos anteriores visitas a la ciudad de Tarragona. No guardaba muy buen recuerdo de ellas, la verdad. La primera fue hace unos mil años, es decir, en 1991. Por aquel entonces debía cursar segundo de BUP. Nuestro profesor de Historia, el mítico Josep Mohedano, tuvo a bien sacarnos unas horas del siempre tedioso instituto y visitar, autocar desvencijado mediante, las ruinas de la antigua Tarraco. Solo recuerdo dos cosas de ese día: una, imitar en la playa las llaves de Hulk Hogan que habíamos visto montones de veces en el inolvidable Pressing Catch de Tele 5 (más de uno salió de allí con varios moratones) y la otra, lucir el peinado más horroroso que he llevado jamás, el hachazo en mitad de la cabeza. Sí, fue por aquella época cuando me empezaron a llamar Luis Cobos por los pasillos del instituto. Es mirar las fotos de ese viaje y preguntarme en voz alta a mí mismo: Pijo, ¿cómo cojones se te ocurrió llevar el pelo como Luis Cobos? Como dice mi madre, es lo que se llevaba. Miento: nadie llevaba el pelo así en mi barrio, NADIE. En fin, que cada vez que pienso en mi primer día en Tarragona, mi cerebro corre un tupido velo sobre él y, naturalmente, sobre ese lamentable pelazo.


¿Dónde coño están las guitarras?

Saltemos ocho años hacia adelante. Año 1999. Es un viernes por la tarde. Esa noche toco con mi grupo en una sala del casco antiguo de Tarragona que se llama El Cau. Por cuestiones laborales, salimos tarde de Barcelona. Nada más comenzar el trayecto, la primera en la frente: no hemos llegado ni a la salida de Barcelona que, en plena Diagonal, comienza a salir un humazo negro por debajo del capó del coche. Llamada a la grúa y apretujones dolorosos en la furgo, el único vehículo de nuestra comitiva que quedaba sano. Llegamos a las tantas a Tarragona y, como bienvenida, nos encontramos con ¡una buena tormenta! Fue inolvidable: tener que abrir un pasillo en una sala abarrotada de gente (y con algunos de los presentes ya bastante cociditos), con un bombo en tus manos y la ropa completamente empapada (y sin cenar, ¡claro!) son de esas cosas que sabes que algún día podrás contar a tus nietos. Pero faltaba la guinda, por supuesto. Cuando estábamos montando todo el equipo, el cantante y bajista de la otra banda dice oye, ¿dónde está mi bajo? ¿Y la guitarra de Marcel? Comenzamos a buscar los instrumentos como locos sin resultado. Hasta que uno de nosotros hizo memoria y dijo Un momento. Para meter el órgano en la furgo sacamos las dos fundas y las apoyamos en el maletero de un coche que había aparcado al lado. Es decir, ¡que nos las hemos dejado en Barcelona! Estaba claro: no era nuestro día (o, mejor dicho, nuestra noche). A esta serie de calamidades le siguieron un par de conciertos olvidables, una cena a las dos de la mañana a base de frutos secos y una milagrosa aparición del ángel de la guarda de los rockeros, pues impidió que, al volver, nos comiéramos con patatas la mediana de la AP-7 : el conductor de la furgo se durmió durante unas décimas de segundo, pero me dio tiempo, como copiloto, de despertarlo con un grito que todavía resuena por El Vendrell y sus alrededores. Por corbata, señores, por corbata.

Por eso a la tercera…

Situar la visita a Tarragona en el tercer lugar de nuestro recorrido fue una decisión calculadísima: quería que coincidiera con la llegada del buen tiempo. Aunque siempre es mejor que no llueva y/o que no haga frío, en las dos primeras etapas la meteorología podía fastidiarnos el viaje hasta cierto punto, puesto que en los dos restaurantes elegidos comeríamos bajo cubierto, a salvo de chubascos y bajas temperaturas. Sin embargo, para esta parada el factor sol era esencial. No cabía en mi cabeza disfrutar de un buen ágape marinero en un local cerrado, no, debía ser en una terraza al aire libre, tenía que ser en una terraza al aire libre. Y qué mejor que jugar con ventaja: situando la visita a principios de verano me aseguraba un tiempo casi perfecto. Y así fue, pijos. El día de autos nos levantamos por la mañana con un sol de justicia, un sol de esos que te ponen de buen humor de forma instantánea, un sol, en definitiva, que invita a salir de casa y disfrutar de los pequeños placeres pijos. Dicho y hecho: tras un frugal desayuno, nos fuimos para la estación de Sants a coger el primer tren que saliera para Tarragona. Nos esperaba la cocina marinera de uno de los clásicos del casco antiguo de Tarragona. Nos esperaba El LLagut.


Arriba a la derecha

Qué bien que va el Google Maps, ¿eh? Abres la aplicación y en unos breves instantes te dice dónde estás y cómo llegar a tu destino. Lo que no te dice es que lo que en su mapa parecen diez metros en realidad es una escalera de tropecientos mil escalones. Desde la estación de Renfe hasta la calle Natzaret, que es donde se encuentra El LLagut, no se tarda demasiado, unos veinte minutos aproximadamente, pero todo el recorrido es una ascensión continua, más o menos pronunciada, pero ascensión al fin y al cabo. Ah, me había olvidado: se ha de subir porque el restaurante se encuentra en pleno casco antiguo, el cual está unos metrillos por encima del nivel de mar. El recorrido que nos marcó el señor Google nos llevó por unas cuantas calles más bien feúchas, pero una vez llegamos al casco antiguo, la cosa cambió. Es muy bonito (de hecho, no conozco ningún casco antiguo que sea feo) y apetece pasear por sus calles y callejuelas (una de ellas, por cierto, era donde está El Cau).

Una vez llegamos al número 10 de la calle Natzaret, echamos un vistazo y lo que vimos nos dio buenas vibraciones. Aunque su dirección indique una calle, el restaurante, en realidad, se encuentra en una plaza bastante amplia (la Plaça del Rei) que va a dar al museo arqueológico. Es una plaza muy bonica, muy tranquila, de esas que piden a gritos sol, una buena terraza y una mejor compañía. Y terrazas había unas cuantas, entre ellas las de nuestro restaurante (o taberna marinera, que es como ellos se autocalifican)



Los cuadritos

Cuando más arriba os decía lo de las buenas vibraciones, no me refería al marco, al espacio donde íbamos comer (que también) sino a un pequeño detalle que para los Pijos es una especie de señal: las mesas de la terraza tenían manteles de cuadros. A lo mejor os parece una chorrada, pero he conocido pocos sitios donde las mesas lucieran cuadritos y se comiera mal. Pese a que al poco de sentarnos pusieron encima del de cuadritos el inevitable mantelito blanco, el mensaje que nos mandó el cuadriculado estaba ahí y no podía ser ignorado: pijos, hoy comeréis bien. Las sillas eran todo lo cómodas que pueden ser las sillas de madera de toda la vida (por lo menos, no eran esas mega-sillazas rojas con el logotipo de Coca-Cola o Estrella Dorada detrás, esas en las que el culo acaba por desparramarse en siete direcciones distintas). Cubertería mona , servilletas de tela, ¡como Dios manda! y un parasol tamaño king-size para protegernos del solano, que a esa hora ya no hacía prisioneros.

Pueden tomar apuntes

La camarera –simpática y eficiente, luego os hablo un poco más de ella- nos trajo las cartas y nos orientó un poco. Ante una carta de tales dimensiones –no tanto en la variedad de platos sino en la casi interminable lista de arroces, la especialidad de la casa- agradecimos muchísimo la sesión informativa que tuvo a bien dedicarnos durante unos minutos. También hay que decir que llegamos tan pronto que estábamos solos –luego se llenó- y la chica pudo explayarse con nosotros. Respecto a los entrantes, no había mucho que explicar, pescado y marisco (de las lonjas de la zona) a tutiplén: boquerones, ensalada de bacalao con romesco y olivas arbequinas, mejillones de roca al vapor, almejas salteadas con uva garnacha, pulpitos de Tarragona estofados con vino rancio, pimiento de romesco y ajo confitado… Bufff… ¡difícil elección! Cuando vas a comer a un restaurante de cocina marinera, ya sabes que la cosa va a estar muy complicada y que los platos van a luchar entre ellos encarnizadamente por ser finalmente los elegidos. En la carta aparecen como Tapes per compartir al mig de la taula (tapas para compartir en mitad de la mesa), no como entrantes, pero son más lo segundo que lo primero. Luego os cuento.

A continuación, venía el apartado de pescados (rape, varias merluzas, dorada…) y calderetas (de bogavante y de langosta) y, finalmente, el plato fuerte, los arroces. Aquí comenzó la clase didáctica de la camarera. Era tal el torrente de información que nos facilitó sobre el origen, preparación e ingredientes de los diferentes tipos de arroces de la carta, que me dieron ganas de pedirle bibliografía. La pobre tuvo que repetirme más de una vez (y de dos, ¡y de tres!) en qué consistía cada plato. Me supo muy mal, pero mi cerebro, a aquellas horas en estado semi-operativo por el sol, el hambre y la escalada, ya no daba pa’más. A ver… sirven tres tipos de arroces, los melosos (con nécoras, con cigalas, con bogavante, con cangrejos de playa, con gambitas de Tarragona…), los secos (con sardinas, con bacalao, negro con sepia, al horno con pescado de roca, almejas y alioli de azafrán de Jiloca…) y los masqueta. Estos últimos son una especialidad de la costa tarraconense. Si no recuerdo mal las explicaciones de nuestra profe, es un arroz un poco picantón a base de verduras y marisco que los pescadores preparaban antiguamente en sus propias embarcaciones para coger fuerzas de cara a sus largas (y duras) jornadas en alta mar. Nos dijo también que era la especialidad de la casa y que valía la pena probar alguno (tenían dos, el de azafrán de Jiloca, calabacín y almejas y el de pimiento de romesco, rape y mejillones), pero lo del picante tiró un pelín para atrás a mi señora, poco amante de los incendios gástricos, así que lo dejamos para otra ocasión. Ahora no estoy seguro de si es caldoso, seco o qué, por lo que si alguno de vosotros lo sabe, ¡que nos lo diga!


¿Rácanos? No way!

Tras muchas dudas, nos decantamos por pedir dos tapas para compartir en mitad de la mesa y un arrocito. Como os decía antes, más que tapas eran entrantes puros y duros. O, dicho de otra forma, eran tapas muy generosas. Me gustaría dejar claro esto último, puesto que he leído por ahí que el tamaño de estas tapas era ridículo y que era vergonzoso que cobraran lo que cobraban por semejantes miniaturas. No puedo –ni quiero- defender a nadie en particular, pero ciñéndome a nuestra visita, las miniaturas brillaron por su ausencia.

Pedimos, en primer lugar, una cazuela de mejillones de roca al vapor. Normal: visitar la tierra de los musclos y no probarlos (y más estando en plena temporada) es como ir a Valencia y no probar la paella. Y yo, Pijo mayor y mejillonólogo de pro, doy fe de que estos bivalvos estaban de rechupete. Volviendo a lo del tamaño (ya está, ya lo dejo), indicaros que nos sirvieron una cazuelaca que no se la saltaba un galgo. Producto de la tierra (o, mejor dicho, del mar) al que no le hacía falta ni limón ni res de res: exquisitos, señores.

Como segunda tapa, los pulpitos de Tarragona estofados con vino rancio, pimiento de romesco y ajo confitado. ¿Que cómo estaban? Tuvimos que pedir otra ración de pan. No hase falta desir nada más, ¿no?

Y el arroz. Finalmente nos pedimos un arroz caldoso con bogavante. Y fue una sabia elección. Estaba simple y llanamente ¡espectacular! Unas cuantas semanas después, los Pijos nos desplazamos hasta Badalona para comer en un chiringuito que nos habían recomendado y que está en plena línea de mar. Pedimos el mismo arroz que en El LLagut y nos sirvieron una cazuela con sabor a caldo Aneto, lo cual no hizo sino elevar el de Tarragona al Olimpo de los arroces caldosos.


No fue casualidad

Cuando pedimos la cuenta (que incluía nuestras habituales cervezas y un par de cafés), mi señora aprovechó para ir al lavabo. Al poco, volvió nuestra camarera con el datáfono y, mientras me cobraba, me hizo el interrogatorio habitual que suelen hacer en los restaurantes de provincias a los que somos de can fanga: si nos había gustado, de dónde venimos, que cómo los conocimos… La chavala flipó bastante cuando le expliqué que supe de su restaurante a través de una reseña (muy elogiosa) publicada hace bastantes años en las páginas de El Periódico de Catalunya y que guardé el recorte durante todo este tiempo (en mi carpeta roja, of course), esperando que se dieran las circunstancias precisas para visitarles. Pasé de hablarle del blog, no fuera que me tomara por un freak (o peor, por un stalker obsesionado con las tabernas marineras tarraconenses). Una vez volvió mi señora del excusado, nos preguntó si nos íbamos a quedar en Tarragona todo el día, puesto que esa noche comenzaba la vigesimotercera edición del Concurso internacional de fuegos artificiales Ciutat de Tarragona y varios restaurantes del casco antiguo –entre ellos el suyo- instalarían casetas en uno de los miradores de la zona para picar algo mientras el cielo de Tarragona se llena de truenos, rayos, centellas y pólvora, mucha pólvora. La verdad es que si lo llegamos a saber con antelación nos hubiéramos quedado, pero nuestro gato tenía que cenar a su hora y no era plan de dejar al pobre animal maullando a pleno pulmón mientras sus papis se encontraban a cien kilómetros de distancia mirando petardos.

De camino a la estación (¡de bajada!) mi señora y yo comentamos que el banquete que nos habíamos calzado apenas había superado los 60 euros (65,30 concretamente), por lo que la segunda visita a El LLagut estaba totalmente confirmada. Con o sin petardos. Eso da igual.