martes, 6 de noviembre de 2012

CUMPLEAÑOS TOTAL (2ª PARTE: VENTA DE VARGAS)



¿A vosotros os gusta el flamenco? A mí no mucho, la verdad. Es una música que puede llegar a resultarme ligeramente bella, pero me aburre, me aburre muchísimo. De hecho, no la entiendo. Sí, lo sé, lo que acabo de decir es una gilipollez, pues la música no se entiende, la música (como cualquier  otra representación artística) te transmite algo o no. ¿Pero, verdad que me habéis entendido? Supongo que son muchos años de militancia pop: todo aquello que se sale del 4x4, del estribillo, del solo de guitarra y de las canciones de tres minutos es territorio sobrenatural para un servidor. Y para acabar de rematar la faena,  el único disco de flamenco que me gusta... no es estrictamente de flamenco. Se titula la La leyenda del tiempo y lo grabó hace más de treinta años un señor que se llamaba Camarón. Os suena, ¿no?


Volando voy...

Es curioso lo que me pasa con Camarón de la isla. Su obra, si exceptuamos el disco que cito más arriba, no me interesa lo más mínimo. Sin embargo, el propio Camarón, el personaje, me fascina. Puede parecer absurdo, pero estoy seguro de que a muchos de vosotros os pasa lo mismo, con él o con cualquier otro artista. Sus viajes, sus amigos, sus vicios, sus ilusiones, sus lugares... su vida, en suma, comenzó a interesarme poco después de escuchar por primera vez La leyenda del tiempo, esa obra incomprendida en su momento y que marcó un antes y un después en el devenir del flamenco. Durante los meses siguientes, pasé en numerosas ocasiones por la biblioteca para llevarme sus discos en préstamo. Tal como iba introduciéndolos en mi reproductor iban saliendo de uno en uno: la guitarra a palo seco de Paco de Lucía  no tenía nada que ver con el rollo progresivo de Alameda, las rumbas de Kiko Veneno o el sitar de Gualberto. Pero, a la vez que me iba quedando claro que nunca disfrutaría de esa música tan rara e impenetrable, la figura del cantaor de San Fernando me iba interesando más y más a medida que salía de su obra. Lo que yo os decía: absurdo.

Lo siguiente, por supuesto, fue leer su biografía. Un señor que había creado un disco tan guapo como La leyenda... debía de tener a la fuerza una vida interesante, ¿no? Me compré por cuatro duros en la Fnac una biografía suya, en edición de bolsillo. El libro no era gran cosa, para qué nos vamos a engañar, pero calmó con creces mi hambre de datos, fechas y lugares. Lugares... Había uno que me llamó mucho la atención. Era el lugar donde un chavalín de apenas ocho años llamado José Monge comenzó a cantar. Era el lugar donde todos los artistas flamencos que pasaban por San Fernando (o que vivían allí) paraban para comer, para beber, para tocar, para cantar y para bailar. Manolo Caracol, la Perla de Cádiz, Lola Flores, Antonio Mairena, etc. Todos ellos y muchísimos más pasearon su arte y su talento por una humilde venta de San Fernando llamada la Venta de Vargas.


Su (mi) regalo

Seguro que más de una vez (y más de dos) habéis regalado a alguien un regalo encubierto, esos presentes pensados para hacer feliz a una persona concreta...y de paso a vosotros mismos. ¿Quién no le ha regalado a su primo aquel disco que estabas deseando escuchar o aquel videojuego que tanto te molaba? Estos regalos son cojonudos, porque, por una parte, quedas genial, y por otra, te ahorras un dinerillo que podrás destinar a otros menesteres. Puede parecer un poco rastrero, pero los encubiertos están ahí, ¡son una realidad! Y el Pijo mayor, si tiene que tirar de ellos en alguna ocasión, tira y se acabó... como en esta ocasión.

Pues sí, amiguitos, cuando planeé este regalo, la visita a la Venta de Vargas ya estaba más que prevista. Teniendo en cuenta que no me pilla precisamente cerca de casa, aprovechar el viaje y comer allí eran uno. Por eso, cuando el tito José Adolfo nos dijo que había reservado mesa en la Venta para el penúltimo día de nuestro periplo gaditano, mi felicidad fue plena: ¡ya tenía mi encubierto!


Una cita con la Historia

Llegó el día señalado y nos dirigimos en coche para allá. Al volante, la tita Tere y en los otros asientos, el tito José Adolfo, la tita Marita, mi señora y yo. Una vez estacionado el coche, y mientras iban entrando, me entretuve unos instantes por los alrededores para hacer las fotos de rigor. Nada más traspasar la puerta, la primera sensación que tienes es de que se trata de un lugar especial, muy especial. Luego os explico. De frente, te encuentras con la barra y a mano izquierda, la entrada al comedor principal. La verdad es que si no has estado nunca antes (como yo), impresiona, pues se trata de una estancia bastante grande, muy luminosa, al estilo del típico patio andaluz (pero sin la fuente en medio) y un techo altísimo. Sus paredes son pura historia, de Andalucía en general, y del flamenco y la tauromaquia en particular: son tantos los cuadros, fotos y recuerdos que hay colgados en ellas que apenas se llega a atisbar el color blanco de los muros. Camarón, Paquirri, Sara Baras, Manolete, Juanito Valderrama... mires donde mires te quedas embobado, son unas paredes que desprenden arte, mucho arte. Y os estoy hablando del comedor principal, porque dispone de uno más, algo más pequeño, y de un reservado (o por lo menos, lo parece).

Tengo que reconocer que, pese a las muchas ganas que tenía de ir, tenía mis dudas de lo que me iba a encontrar, pues había leído por ahí (y mi mujer me lo había medio-confirmado) que se había convertido en una especie de atracción turística y que, como se suele decir en estos casos, ya no es lo que era. Pues nada más lejos de la realidad: un jueves de octubre a las dos de la tarde, ambiente agradable y más de la mitad de las mesas ocupadas. Y por lugareños, por cierto, sobre todo, hombres y mujeres de negocios. Y de turistas, ni rastro. Espera... De hecho, sí que había un par de turistas... ¡nosotros!


La mer (over and over again)

Pero vamos a lo importante, la manduca. El tito José Adolfo sugirió pedir una serie de entrantes, todos ellos típicos de la zona, y después un plato principal (lo que los ingleses llaman main course) para cada uno. Ni qué decir tiene que los Pijos estuvieron de acuerdo al instante. ¡Vamos con los entrantes!


Cañaíllas. En honor a la verdad, este plato no lo sugirió el tito, sino que fue una petición personal del nene (o sea, yo). Desde que las probé, hace unos tres años,  en la boda de mi primo Jordi, no había dejado de fantasear con el día en que podría degustarlas en San Fernando. Para los que no las hayáis probado, se trata de caracolas de mar hervidas con sal. Para comértelas has de pinchar con un palillo la carne que asoma por el agujerito y estirar con decisión, pues el cuerpo está muy pegado a la concha. Estaban exquisitas y, además, me jalé el plato yo solito, al resto no les apetecía probarlas.  Sin embargo, ese día, el plan estuvo a punto de irse al traste, porque el camarero, en un primer momento, nos dijo que no tenían pero, tras preguntar en la cocina, resultó que sí que quedaban. ¡Ufff!


Papas aliñadas. Un plato muy sencillo y refrescante. Patatas blancas hervidas con cebolla, aceitunas, huevo duro, perejil fresco, aceite, vinagre y sal. Muuuy buenas.


Chipirones. Supongo que no hace falta deciros qué son los chipirones. Excelente fritura (de hecho, no hay sitio en la tierra donde se fría mejor que en Andalucía) y excelente sabor. Nos hubiéramos comido un kilo... o más.


Tortitas de camarones. Un must en toda regla. Ir a San Fernando y no probar las tortitas de camarones ¡debería estar penado! Otra excelente fritura, a base de harina de garbanzos, camarones, huevo, ajo y perejil. A mi señora le gustan hasta el delirio. Y a mí, también.


Hasta aquí, los entrantes. Os habréis dado cuenta de que no pedimos bienmesabe, tal vez el plato más representativo de la zona. No hacía ni 48 horas que habíamos dado buena cuenta de varios kilos de cazón en adobo (literal: fueron ¡cinco kilos!), por lo que no procedía abusar... aunque a mi señora (a la cual se le ponen los ojos en blanco cuando huele el bienmesabe) no creo que le hubiera importado.

Y los main courses fueron:


Dorada a la espalda. Lo digo ya: la mejor dorada que he comido en mi vida. ¡Casi lloro al rememorarlo! Y es que no hay nada como las cosas sencillas, queridos pijos. Tan fácil como hacer el pescado a la plancha, abierto por la mitad y sin espinas, con un simple aderezo de ajo y perejil. El pescado que suelen cocinar en San Fernando es de estero, una especie de laguna artificial de agua de mar donde se crían varias especies marinas. La tita Marita también se pidió lo mismo.


Dorada a la plancha. Esta se la pidió la tita Tere. El mismo pescado de estero, pero hecho a la plancha. No hacía falta probarlo, seguro que estaba bueno.


Rabo de toro estofado. Un plato contundente, para amantes de la carne. Se lo pidieron mi señora y el tito José Adolfo. No lo probé, pero mi señora certifica que estaba delicioso. Solo hay que mirar la foto para comprobarlo.

Debe ser cosa de familia, porque ninguno de nosotros pidió postre. ¡Estábamos muy llenos! Directos al café. Ah, me olvidaba del bebercio. Tomamos lo habitual en nuestro caso, cervezas y agua. Da gusto hacer 1,135 kms y que las costumbres pijas no varíen ni un centímetro.


El engaño

Los que me conocen saben que me hace mucha gracia ese momentum típico (tipiquísimo, diría) en el que las diferentes partes de un ágape familiar o de amigos se pelean por abonar la cuenta. Especialmente cachondo es lo que hace mi padre, que, a la hora de pagar, saca la cartera y si ve que otro comensal también la saca, le agarra la mano donde lleva la cartera, se la tira para atrás y le suelta ¡Oye! ¡Oye! Ni se te ocurra, ¿eh? ¡Que me enfado! En esta ocasión, no hubo ni oportunidad de comentarlo: mi señora, con la excusa de ir a buscar la llave del lavabo, se deslizó rápidamente hacia la barra y abonó la cuenta. Cuando se enteraron, los titos “riñeron” a mi señora: ¡Pero cómo se te ocurre! El importe de la misma, por cierto, ascendió a unos 150 euros (no le dieron el ticket), por lo que, comido lo comido y visto lo visto, salió muy bien de precio, a unos 30 euros por cabeza.
 

Tras acabarnos el café, nos levantamos e hicimos un pequeño tour turístico por el resto de estancias, deleitándonos con las fotos y los pósters de los mil y un toreros y/o flamencos que han pasado por la Venta en su dilata historia. Te guste o no te guste esa iconografía (a mí, sí) hay que reconocer que había fotos bellísimas. De hecho, no me habría importado descolgar de la pared la foto de Manolete y habérmela llevado, tranquilamente, debajo del brazo.

Una vez en el coche, no hacía más que pensar en el siestorro que me iba a pegar en unos pocos minutos. Mi señora y yo planeamos que después de la siesta iríamos a dar una vuelta y, posteriormente, a cenar algo ligerito (una tapita y una birra) a un sitio que nos había recomendado su primo Jose, pues después del atracón en  la Venta de Vargas, el cuerpo me pedía tregua. ¿He dicho tregua? Para los primos de mi señora, esa palabra no significa... absolutamente nada.

CONTINUARÁ...


Venta de Vargas
Plaza de Juan Vargas s/n
San Fernando (Cádiz)
956.881.622
www.ventadevargas.es