domingo, 11 de marzo de 2012

PORTA GAIG


Cuando era pequeño, nadie viajaba en avión. A ver, nadie conocido, me refiero. Lo habitual era viajar en coche (eso, los que tenían; nosotros, no teníamos), en autocar o en tren. En avión sólo viajaban o los ricos o los personajes de las películas. Por eso, no sé si es cierto el recuerdo (tal vez fue un sueño) que tengo de estar de pequeñito en la terraza del aeropuerto del Prat  (sí, en la terraza; imaginaos de cuándo os estoy hablando) viendo cómo los aviones despegaban y aterrizaban: ¿qué podía estar haciendo yo allí si nosotros no viajábamos en avión ni podíamos ir a buscar a nadie dado que nuestros familiares tampoco volaban? Da igual. Prefiero imaginar que es cierto. Supongo que fue ese pseudo-recuerdo lo que provocó que desde entonces me vuelva loco la estética vintage de la aviación en general y de los aeropuertos en particular, sobre todo el periodo comprendido entre los 60 y los 80: la Pan Am, las bolsas de piel de Iberia, los bares de los aeropuertos y sus terrazas al aire libre, los uniformes de las azafatas, el aeropuerto de Niza camino de Montecarlo, Astrud Gilberto bajando de un avión… Qué pasada.



You’re a great way to fly!

Escuchad esta canción, a ver qué os parece:




¿Os ha gustado? Es de una banda inglesa llamada Corduroy, se llama You’re a great way to fly y podéis encontrarla en el álbum High Havoc, uno de los discos que más veces he debido escuchar en mi vida. Es una canción que me llena de optimismo, de buenas vibraciones y cada vez que la escucho, mi mente viaja a un mundo imaginario repleto de cielos azules y aeropuertos cool  (nada que ver, desgraciadamente, con los mamotretos fríos e inhumanos de hoy en día, repletos de franquicias inmundas y techos faraónicos). 

 En cualquier caso, esa canción siempre me acompaña en mis trayectos hacia los aeropuertos, costumbre más que justificada si tenemos en cuenta que volar no es algo que me agrade demasiado.  Fue precisamente en uno de esos desplazamientos, concretamente hacia el aeropuerto del Prat, cuando me di cuenta de que no estaba todo perdido, todavía quedaba algo de esperanza en el habitualmente olvidable espacio aeroportuario. Iba a recoger a mi señora, que volvía de un viaje familiar al sur de España. Tras desayunar un insípido bocadillo de ¿jamón? acompañado de un café aguado, y dado que todavía quedaba un buen rato hasta la llegada del vuelo –esa costumbre que tenemos todos de llegar al aeropuerto anteayer- me fui a dar una vuelta por la terminal T-1, a ver que veía. Y vi algo. Vi el Porta Gaig.


El oasis

Por aquel entonces, ya había leído algo acerca del Porta Gaig. Era una apuesta del gran Carles Gaig y su equipo por ofrecer una oferta culinaria de calidad en un entorno tan habitualmente dañino para los estómagos como un aeropuerto, donde lo más normal es que –como yo aquella mañana- acabes por meterte entre pecho y espalda un sándwich compuesto por dos rebanadas de cartón y un relleno de plástico, pagado a precio de delicatesen, of course!
Volviendo al día que nos ocupa, fui deambulando por los pasillos hasta que me di de bruces con un cartel enorme que indicaba que a pocos metros de allí estaba el restaurante Porta Gaig. Me dirigí para allá, a ver qué pinta tenía. Como era todavía temprano estaba cerrado, pero desde la puerta se divisaba parte del comedor , de un blanco riguroso y con unos estores altísimos que impedían que el solazo que estaba cayendo derritiera el mobiliario y, más tarde, a los propios clientes. Qué lástima, pensé, con lo que molaría comer mientras ves los aviones despegar y aterrizar…  Eché un vistazo a la carta y me pareció variada y de precio ajustado. A ver, barato no es (hablamos de unos 40 euros por cabeza), pero yo soy de la opinión de que si puedes permitírtelo y la comida (cenas no, cierran por la noche) ha resultado satisfactoria, no te parecerá caro (caro es que en el aeropuerto de Jerez de la Frontera te claven seis eurazos por uno de esos truñetes de los que hablaba en el párrafo anterior). De vuelta a la zona de llegadas, ya tenía claro que algún día traería a mi señora a ese oasis en medio del desierto del Prat. Y que sería una sorpresa, claro.


¿Vamos a comer a Roma?

Hace poco más de una semana llegó el día indicado. El sábado inmediatamente anterior miré la predicción, no fuera que no hiciera un día radiante o, peor todavía, que lloviera. Una vez salimos de casa con una horita larga de antelación (lo que decía antes: hay que llegar anteayer), subimos el Paral.lel  y nos dirigimos hacia la parada del 46, que te lleva al aeropuerto sin tarifas adicionales. No fue hasta la mitad del trayecto que mi señora se dio cuenta de que ese autobús es el mismo que cogemos cuando volvemos de algún viaje. La cara que puso de ¿¿a dónde me llevas a comer??  fue sencillamente inolvidable. A partir de ahí, el lanzamiento, una tras otra, de pistas falsas fue incesante. Que queréis que os diga, ¡me lo había dejado en bandeja! (especialmente cachondo fue el momento en el que le pregunté ¿has cogido el DNI?, o aquel otro, ya en la T-1, en el que me puse a mirar el panel de salidas, momento en el que mi señora me soltó ¿vamos a comer a Roma? ).

Dando una vuelta para hacer tiempo –habíamos llegado anteayer, no lo olvidéis-, hicimos el mismo trayecto que yo había realizado unos meses antes, sólo que esta vez no sería en misión de reconocimiento. Nada más llegar, nos atendió una señorita muy simpática que nos facilitó una muy buena mesa, amplia y con sillas cómodas. Seguía todo igual y el blanco dominaba la sala de cabo a rabo, muy iluminada, pero que si no tuviera los dichosos –pero necesarios- estores sería casi como comer en la superficie del Sol. Como aperitivo, te traen un pequeño bol de patatas fritas (buenísimas, no eran Lays) y unas barritas de –creo- queso tostado. La carta, como ya os dije anteriormente, es variada y tiene, además de ensaladas, carnes y pescados, varios platos del día, todos ellos entre los 9 y los 14 euros. Por su parte, los precios de los “segundos” oscilan entre los 17 y los 24 euros.  Mi señora se pidió una ensalada con crujiente de queso de cabra de primero y un steak tartar de segundo. Yo escogí un plato del día, la tortilla de ajos tiernos y mongetes del ganxet, y de segundo un arroz seco de calamar y langostinos. Ah, y siguiendo la tradición croquetera de la Fonda Gaig, un par de croquetas de rostit (estupendas, por supuesto). Y para beber, agua y un par de cervezas.

Una vez nos trajeron los primeros, me di cuenta del error que había cometido. Yo me esperaba una omelette con sus tres ajetes y un par de alubias, pero en lugar de ello me sirvieron una tortillaca de, a tenor del grosor, tres huevos como mínimo, acompañada de una guarnición de lo más ligerita, unos medallones de crema de butifarra negra. Estaba de vicio, os lo juro, crudita por dentro, como a mí me gusta, y los ajetes en su punto, pero con eso ¡ya comía! Ni qué decir tiene que cuando llegó el arroz no sabía dónde meterme. El arroz estaba todavía mejor, pero a la mitad del plato tuve que parar. Era eso o explotaba, como el gordo de El sentido de la vida, aquella peli de los Monty Python en la que un señor muy muy gordo acababa literalmente explotando después de jalarse medio restaurante (la camarera, al ver el tenedor y el cuchillo sobre el plato, me preguntó si no me había gustado, a lo que yo le repliqué pidiéndole un tupper para poder llevarme el arroz sobrante. ¡Como para tirarlo!).  ¿Y de postre? No me hagáis reir.  Según me comentó mi señora, su ensalada –y concretamente el queso de cabra- estaba de vicio, así como el steak tartar, si bien hay que decir que los ha comido mejores. ¿Y de postre? No la hagáis reir.


¡Se abre el telón!

Mientras nos tomábamos el café –muy bueno, por cierto, se produjo el milagro: comenzamos a oír un zumbido y, de pronto, los estores ¡comenzaron a subir! La sensación fue indescriptible. Ante nosotros teníamos a la vista la zona de embarque y, lo más importante, veíamos a escasos metros cómo los aviones despegaban. Pensaréis que es una tontería, pero los dos –repito, los dos- nos quedamos en silencio durante unos instantes, simplemente tomando sorbitos de café y observando el espectáculo de los aviones elevándose y virando rumbo hacia quién sabe dónde. Cuando pienso en ese momento, me recuerda a mi escena favorita de Ocean’s eleven, aquella en la que toda la banda a excepción de George Clooney salen de su guarida tras haber perpetrado el robo y se ponen a mirar, a admirar, en  silencio las fuentes del Bellaggio, con sus altísimos chorros de agua y la música de Debussy de fondo. Un momento mágico. Nuestro momento mágico.



Porta Gaig
Aeropuerto del Prat, Terminal T1, planta 3
El Prat de LLobregat
Tel. 932.596.210 



5 comentarios:

  1. Fue exactamente eso: mágico.

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  2. No lo has imaginado...Has estado en la terraza viendo salirlos aviones. Yo también estaba allí!!!

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  3. ¡No lo soñé, no estoy loco! ¡Yuju!

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  4. Sí es cierto un excelente lugar para comer yo trabajé tres años y fueron los mejores, gente muy maja, la comida buenísima, el lugar ambientado. (la verdad se baja las persianas porque el lugar se llenaba de calor) sorry. Les recomiendo la próxima comida que sea unos canalones, vieras con alcachofa, buñuelos de bacalao. La verdad que todo es delicioso... Y es verdad que las vistas son geniales recuerdo esos ventanales inmensos para ver el hermoso mar, ver despegar los aviones como algunos de mis sueños.

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    1. Bellas palabras, Jenny. Y ni que decir tiene que tomamos nota de tus recomendaciones!

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