martes, 11 de diciembre de 2012

CUMPLEAÑOS TOTAL (3ª Y ÚLTIMA PARTE: EL EMBRUJO)


Es de bien nacido ser agradecido. Aunque el gran número de ingratos que pululan por ahí podría indicar lo contrario, el mundo está lleno de gente agradecida. Y es que dar las gracias no cuesta nada, creedme. Yo, sin ir más lejos, aprovechando esta oportunidad que me brindo a mí mismo de expresarme en mi propio blog, agradezco a mi señora su presencia a mi lado todos estos años, puesto que gran parte de mis virtudes -que las tengo- se las debo a ella. A ver, no es que antes de conocernos fuera un auténtico desastre, pero desde que nuestras vidas se cruzaron creo que he evolucionado como persona. Poco o mucho, pero he evolucionado. Os pondré un ejemplo, el cual me va a ir de perlas para introducir la entrada de hoy: de unos años para acá, he aprendido lo que es la mesura, sobre todo a la hora de alimentarse. Hasta no hace demasiado, el Pijo Mayor desconocía el significado de la palabra control aplicada a la gastronomía, vulgo papeo. ¿McDonald's más bollería industrial? ¡Ningún problema! ¿Para qué comerse un flan cuando puedes comerte dos? Si vas al mexicano, tráeme un burrito de cada, nachos con guacamole y una enchilada. En la nevera, ¡que no falten las Coca-Colas! Ejemplos pillados al vuelo, pero reales todos ellos. Fuera por ansiedad o por simple gula, estaba envuelto en una interminable vorágine de excesos grasientos, los cuales me estaban convirtiendo, poco a poco, pero sin pausa, en un barrigón con piernas. Pero apareció ella y, sin darme cuenta, también poco a poco, me vi imitando la mayoría de sus hábitos alimenticios. Los tiempos de excesos quedaron atrás, afortunadamente, y ahora mi cuerpo, aunque quede un poco (y un mucho también) cursi, se ha vuelto sabio. Pero eso tiene una contrapartida: esa sabiduría tiene unos mecanismos de defensa y, sobre todo, de aviso, muy poco... flexibles.

Cambio de planes

Los que leísteis la última entrada, recordaréis que acabó con un buen siestorro tras el magnífico almuerzo en la Venta de Vargas. El plan para la tarde/noche era salir a tomar una tapita e irse a la cama, pues al día siguiente ya teníamos que volver a Barcelona. Pero no contábamos, al menos yo, que una llamada de teléfono lo cambiaría todo. Al poco de echarnos en la cama, sonó el móvil de mi señora. Era su prima María Eugenia. Nos propuso que hiciéramos las compras que teníamos pendientes por el centro de San Fernando y que, posteriormente, pasáramos a buscarla por su casa. De allí, iríamos a tomar algo a una taberna llamada El Embrujo, un sitio del que ya nos habían hablado (muy bien, por cierto) sus primos un par de días antes y del que, al parecer, eran asiduos. Solo cabían dos posibles respuestas a su propuesta: decir que sí... ¡o decir que sí!

¿Por qué grita?

Pasadas las ocho, pasamos a recoger a María Eugenia. Ya de camino a El Embrujo, nos dijo que a  lo largo de la velada se sumarían a nosotros su marido, Antonio, su hermano Jose y su cuñada Saluqui. Aunque ya nos habíamos visto el martes, tenían ganas de estar con su prima y su marido fuera del jolgorio familiar, para poder charlar con tranquilidad sin gritos y sin fútbol.

El Embrujo se encuentra en pleno centro de San Fernando. Los que ya hayáis estado allí (en San Fernando, me refiero) sabréis que, de por sí, es un lugar muy tranquilo, pero es que el entorno de El Embrujo no puede ser más adecuado, en una calle peatonal, estrechita y con una terraza que, con el buen tiempo que suele reinar en la isla, invita a relajarse y dejar los problemas en casa. No os puedo hacer una descripción del interior del local porque la verdad es que no llegamos a entrar, nos sentamos directamente en la terraza. Esta consta de unas tres o cuatro mesas alineadas en forma de pasillo. Se nota que se lo han currado, pues el mobiliario no es el típico guarro de chiringuito, con mesas y sillas de plástico patrocinadas por la marca de rigor, no, son de madera, ¡como Dios manda!

Una vez sentados, aparece desde el interior de la taberna un señor que saluda a mi prima política que: a) se parece al Cordobés y b) Grita mucho. Una vez volvió adentro, María Eugenia me explicó que se llamaba Carlos y que era el dueño del negocio. A lo largo de la velada, pude comprobar que se trataba de un señor muy atento (procuró que no nos faltara de nada) y muy cachondo (vamos, como la mayoría de isleños), siempre con un volumen de voz muy generoso.

Todo no puede ser

Antes de que llegara el resto de la tropa, María Eugenia nos propuso picar algo para acompañar las cervezas. Optamos por un plato de quesos de la provincia de Cádiz. ¿Ah, que en Cádiz hay quesos? Pues sí señor, ¡y muy buenos! La verdad es que después del atracón de apenas cinco horas antes en la Venta de Vargas, lo que menos me apetecía era llenar mi estómago de lactosa, la cual no me sienta especialmente bien en grandes cantidades. Pero, qué coño, de perdidos al río.

Cuando llegaron el resto de comensales, salió Carlos y nos cantó los platos que tenían esa noche. En ese preciso instante me entró la risa floja porque los cantaba, como se suele decir, a grito pelao: ¡¡Tengo carrillada!! ¡¡Tengo jamón, buenísimo!! ¡¡Huevos camperos!! En esos momentos me dieron ganas de levantarme y decirle ¡No grite, señor! ¡Que se va a quedar afónico! Después de este gran momentum, acordamos que iríamos pidiendo platos según nos apeteciera. Para beber, cayeron dos o tres botellas de vino, aunque yo seguí con mis cervezas (ya sabéis que yo no soy muy de vinos). Sin más dilación, vamos con el comercio:


Selección de quesos de Cádiz. Cuatro tipos distintos, unos más curados, otros menos, de oveja y de vaca, todos muuuy buenos. Y acompañados, por supuesto, por los omnipresentes picos. Si encontráis algún bar/taberna/restaurante de Andalucía donde no los sirvan, no os engañéis a vosotros mismos: no estáis en Andalucía.


Estoque de langostino con allioli. Un pincho de toda la vida a base de langostino (gaditano, naturalmente) envuelto en una loncha de tocino, pasado por la plancha y aderezado con un allioli muy suave. Entraba muy bien. Y sabía mejor.


Tagarninas esparragás. Mi plato favorito de la noche. Las tagarninas son una especie de espárragos trigueros, pero un poco más finos. Los hierven y los sirven con una majada (¡qué buenos los ajetes, por Dios!) y un huevo frito en el medio. Espectacular es poco.


Habitas con jamón. Una cazuelita que no tiene mucho secreto. Las habas estaban en su punto y mezcladas con el huevo frito (segundo de la noche) y el jamón, te daban ganas de gritar a los cuatro vientos lo maravillosa que puede ser la vida. Grande.


Hasta aquí serían los entrantes. ¿Pero no habíamos quedado en que pedíamos platillos, a secas? Me explico: me refiero a ellos como  entrantes porque a partir de ahora comienza lo serio, un subidón hasta las cimas de lo grasiento que deja en bragas la carrera armamentística de los 80 entre Ronald Reagan y sus numerosos adversarios soviéticos.


Codillo. Servido en salsa y con unas cuantas patatas fritas. Muy bueno, pedía mojar pan a gritos. Después de apurar la última gota de salsa, mi cuerpo me envió un primer mensaje de aviso: Pijo, ve con cuidaooo, que ya has comido muuucho. Ya os dije que se había vuelto muy sabio.


Carrillada. Las patatas (again), la salsa (again) y carne (again) sabrosísima. Se deshacía en la boca. No soy muy carnivoro, ya sabéis, pero los efluvios que salían del plato no hacían más que enviarme mensajes traducibles como ¡Cóoomemeeee, cóoomemeeee!. El problema es que estos mensajes eran interceptados por  mi organismo, el cual, en un muy hábil trabajo de contra-traducción, se encargó de recordarme que estaba a tope y que, de seguir así, esto no podía acabar bien.


Flamenquín cordobés. Típicos de la zona de Córdoba, los flamenquines son rollos de cerdo ibérico, rellenos (habitualmente) de jamón, rebozados en pan y, finalmente, fritos. Un plato... ligerito, vamos. Hacía años que no los comía (en Barcelona es muy difícil encontrar sitios donde los preparen) y, pese a lo precario de mi estado gástrico, me abalancé sobre ellos cual chucho hambriento. Estaban, como diría el primo Nacho, ¡pa' chillarles! La guarnición era un poco de mayonesa y ¡así es! ¡Patatas fritas! Tras tragar el último trocito de flamenquín bañado en mayonesa, mi estómago se puso serio y me lanzó un ultimátum: o te plantas o te planto yo.


Huevos camperos. El útimo plato de la noche fue la auténtica cerecita del pastel: un auténtico misil tierra-aire a base de huevos fritos (tercer y cuarto frito de la noche) acompañados de una guarnición que haría las delicias de cualquier nutricionista: chorizo frito, salchicha frita, pimiento frito y ¡naturalmente: patatas fritas! Mientras escribo estas lineas estoy echándole un vistazo a la foto de más arriba y, de verdad os lo digo, ahora mismo me comería cuatro platos como ese. Pero en el preciso instante en el que llegó a la mesa, comencé a sentir unas ligeras nauseas y se me planteó un amargo (¡amarguísimo!) dilema. Las opciones eran dos. La primera: dejar de comer de forma inmediata. Todo estaba buenísimo, pero después del banquetazo de la Venta de Vargas, mi estómago había dicho basta. Quedaría como un moña, está claro, pero mi cuerpo me lo agradecería. Y la segunda consistiría, llegados a este punto, en darlo todo: abrirme la camisa, respirar hondo, intentar disfrutar del plato, salir corriendo, vomitar y, ¡efectivamente, quedar igualmente como un moña!

Y es aquí donde aparece el sentido de la mesura que me inspiró mi señora. Hace unos años, no hubiera dudado ni un instante en tirarme al río y que fuera lo que Dios quiera. Pero ahora ya no. Mi aprehendida sabiduría gástrica me aconsejó retirarme y aceptar como mal menor una derrota honrosa. ¿Dije honrosa? Desde el momento en el que, tras preguntarme Antonio por qué no comía, dije que no podía más, la catarata de reproches (dichos de cachondeo, por supuesto) que me cayó encima fue de órdago: que si has comido muy poco, que mucho blog pero luego nada, que los de ciudad no aguantáis nada, que si... Me hubiera gustado verlos a ellos a ver cómo aguantaban una cena como esta apenas cinco horas después de salir de la Venta de Vargas. ¡Pues con mucho gusto y quedándose con hambre! Lo dicho: soy un moña.

Cubata time

Entre tirito y tirito por parte de mis primos políticos, fui recuperando el aliento. La fresca brisa que corría ayudaba lo suyo. Dentro del local, por cierto, había un cuadro flamenco armando un jaleo del copón. Aunque estábamos fuera, el follón se oía a tres manzanas de allá. Y en esto que apareció de nuevo el amigo Carlos para preguntar si queríamos un gin-tonic. María Eugenia ya nos había comentado anteriormente que nadie en todo San Fernando preparaba los gin-tonics como Carlos, al parecer un auténtico as a la hora de mezclar la ginebra, la tónica, los cubitos y los aderezos (que ahora no recuerdo) de su cosecha. Todos, menos yo, se pidieron uno. Y ello se tradujo, claro está, en una nuevo chaparrón: que si no bebes nada, que eso no te puede hacer daño, que el cubata te ayudará a hacer la digestión (¿¿cómorll??)... Mi señora me comenta que el gin-tonic estaba muy bueno, si bien no os podemos dar una descripción más acurada, puesto que ninguno de los dos solemos beber cubatas y no sabríamos ir más allá del si está bueno o no.

Asignatura pendiente

Antonio y Jose entraron de forma muy discreta a pagar la cuenta, con el consiguiente enfado de mi señora. No sabría deciros si fue caro o no, pues me olvidé de preguntarles a cuánto ascendió la cena. En cualquier caso, estaba todo tan bueno que todo lo que se pagó sería poco.

Cuando salimos de El Embrujo pasaban unos minutos de la una. Volvimos a casa de los titos caminando, acompañando a sus respectivos hogares a María Eugenia y a Antonio en primer lugar y a Jose y a Saluqui a continuación. Nos rogaron que volviéramos sin falta en primavera del año que viene, pues nos llevarían a un montón de sitios que nosotros, los Pijos, debíamos catar sí o sí. Y en una época en la que el calor y los mosquitos todavía te dan un respiro. Los Pijos recogieron el guante y dieron su palabra de que no tardarían en volver por tierras gaditanas. Y además, de verdad: el Pijo mayor tiene una cuenta pendiente que saldar. Me refiero, naturalmente, a los huevos camperos de El Embrujo. ¡He dicho!


Taberna El Embrujo

San Dimas 9

San Fernando (Cádiz)

646.228.242

www.facebook.com/elembrujo.taberna



P.d.

No podía cerrar la crónica sobre este maravilloso periplo gaditano sin agradecer el cariño que recibimos por parte de nuestra (ahora también mía) familia de la isla. José Adolfo, Marita, Tere,  María Eugenia, Antonio, Jose, Saluqui, Nacho, Ati, Willy, Manoli y sus respectivas descendencias: muchas gracias por querernos tanto y por hacer posible que durante cuatro días fuéramos la pareja más feliz del mundo. ¡Gracias de todo corazón!