miércoles, 15 de julio de 2015

ÀBAC


Los Pijos somos animales de costumbres. Gente tradicional. La audiencia pija más veterana recordará seguramente que cada Sant Jordi nos dejábamos caer por nuestro querido y entrañable Chicoa . Pero llegó un año (el 2013) en el que, vaya usted a saber porqué, decidimos cambiar. Ya digo, no hubo un motivo concreto. O, espera, quizás sí... Es muy posible que quisiéramos un lugar un poco más abierto, con luz natural. La diada de Sant Jordi es uno de nuestros días preferidos del año y si la climatología es benigna, suele ser una jornada espléndida, majestuosa, pura alegría de vivir, que decía Ray Heredia. Recuerdo que cuando sopesamos los candidatos a sustituir a Chicoa estuvimos de acuerdo en que fuera un local con terraza y a ser posible, céntrico. Y reservamos mesa en un pequeño restaurante de la calle Enric Granados, cercano a la plaza Letamendi, un lugar donde habíamos comido muy bien hacía un tiempo y que, vaya, estábamos seguros de que sería un digno sucesor de la institución de la calle Aribau. Pues no fue así. El día acompañó, sí, pero el resto, nada. Todo lo que podía salir mal, salió peor. Pese a que habíamos reservado con mucha antelación, nos dieron una mesa en un rincón de la terraza, sin apenas un rayo de sol. La carta no estuvo a la altura (ni recuerdo qué comimos: mala señal). Y, además, estábamos muy preocupados por un tema familiar que... bueno, que lo que tenía que ser uno de los días más felices del año fue un chasco-Carrasco. Una diada para olvidar. Unos días después, dándole vueltas al tema, le propuse a mi señora hacer borrón y cuenta nueva. El Sant Jordi del 2014 debía ser perfecto, tenía que ser perfecto. Y una noche, viendo la edición española de Master Chef, le dije a mi señora... Oye, Pija... ¿Y si el próximo Sant Jordi vamos... al Àbac?


Dreams

Igual que un futbolista, cuando ficha por el Barça o por el Madrid, suelta ese típico rancio-fact de Es un sueño hecho realidad, desde pequeño soñaba con este momento, los Pijos soñábamos desde hacía años con visitar el templo de la avenida Tibidabo. Sobre todo, yo. La primera vez que leí algo sobre él, fue -cómo no- en una reseña de Pau Arenós en El Periódico. El chef Xavier Pellicer abandonaba sus fogones para sustituir al entonces recientemente fallecido Santi Santamaria en Can Fabes, en Sant Celoni, y lo dejaba en manos de un jovencísimo chef que ya tenía un restaurante con una estrella Michelin -el Àngle, en Sant Fruitós de Bages-, un tal Jordi Cruz. Si la memoria no me falla, en la foto que acompañaba el artículo posaba todo el equipo del Àbac, con Jordi Cruz en primer plano, en el jardín del establecimiento. Me sorprendió la cara de niño que tenía este payo. A tenor de lo que decía el señor Arenós en su crónica, las dos estrellas Michelin del Àbac no corrían ningún peligro (recordad que las estrellas las otorgan al restaurante, no al cocinero de turno), pues el menú-degustación que había probado era de un nivel altísimo. Como el precio, claro. Costaba del orden de 130 ñapos, euro arriba, euro abajo. Recorté las páginas y las introduje en la sección Caros de mi carpeta roja, sección que podría llamarse perfectamente Los restaurantes que , casi seguro, no vas a poder catar en tu puta vida. Pero preferí dejarla en Caros. Más corto y menos hiriente. Pero mira tú que algunos sueños pueden hacerse realidad. Y este, bien pensado, tampoco era inabarcable. Si una vez al año podíamos celebrar por todo lo alto nuestro aniversario en El Celler de Can Roca, ¿por qué no hacer lo propio para Sant Jordi con el Àbac? Tan solo era cuestión de ir ahorrando poco a poco y, además, teníamos un año entero por delante para reunir el pastón que nos iba a costar. Mi señora, de vuelta al momento que os comentaba más arriba, me dijo que sí, que porqué no. En ese instante me acordé de las palabras del amigo de Tom Cruise en Risky Business: En la vida, hay momentos en los que hay que saber decir... ¿¡pero qué coño!?

El método

Algo que nos llamó la atención cuando echamos un vistazo a la web del Àbac, fue que, a parte del menú-degustación, tenían carta. Y tiene sentido, puesto que el Àbac no es un restaurante, sino un hotel. Aunque la propuesta de su restaurante no deje de ser gastronómica, no tendría mucho sentido que te alojes ahí y que para comer o cenar te tengas que meter entre pecho y espalda del orden de quince o veinte platos. Lo de la carta, decíamos, nos agradaba. Nos permitiría hacer una primera incursión de reconocimiento sin tener que dejarte un riñón y medio. Ya sabéis que la operativa Pija -excepto en contadísimas ocasiones- consiste en visitar el restaurante en cuestión. Si nos gusta, volvemos con la cámara para hacer las fotos de rigor y, de mantener el nivel respecto a la primera visita, publicamos la entrada en el blog. Y con el Àbac no íbamos a hacer ninguna excepción. No hace falta ser muy perspicaz para saber, leyendo estas líneas, que la cosa salió bien. Bueno, salió más que bien. Salió genial. Entramos hacia las 14.00 y salimos de allí casi levitando a eso de las 18.00 (los que vieron la foto que colgué en mi muro de Facebook posando con mi señora y con el propio Jordi Cruz saben a lo que me refiero). Mientras bajábamos por la calle Balmes, no parábamos de repetirnos lo genial que había sido la experiencia. Y emplazándonos, por supuesto, a volver al año siguiente -este- ya armados con toda la artillería pija. Hicimos la nueva reserva a finales de noviembre del 2014. Y no tanto porque tarden meses en darte mesa -que también- sino porque en unas pocas semanas -principios del mes de diciembre- la guía Michelin celebraría su gana anual para España y Portugal. ¿Y eso qué significa? Pues que si le llegan a otorgar la tercera estrella (recordad: tiene dos) reservar una mesa hubiera sido prácticamente imposible. El esnobismo es así, amiguitos: la de gente que conocemos (y/o que hemos visto) que solo va a comer a estos sitios porque hay que comer en estos sitios. En fin... aunque se la merece sin duda alguna (más adelante lo comento), me alegré de que no se la hubieran dado. Uff...


El búnker

Si alguna vez vais al Àbac es muy probable que os pase lo mismo que a nosotros. Tal como sales de las escaleras de los ferrocatas, echas un mirada de 360º y te dices a ti mismo... ¿dónde coño está el Àbac? Uno se espera que un súper-hotel de cinco estrellas llame la atención, que destaque entre los edificios de la zona, por muy pudiente que esta sea (y Sant Gervasi, lo es), que, en definitiva, sea imposible no verlo. Pues no señor. No se ve. Este restaurante, situado en el número 1 de la exclusivísima avenida del Tibidabo (repleta de consulados, aseguradoras y palacetes, chozas todas ellas de las que quitan el hipo) está camuflado. Una vez cruzas el semáforo y te plantas en la esquina de la avenida con el paseo de Sant Gervasi, ves el rótulo y ya te tranquilizas. ¿He dicho te tranquilizas? Me he equivocado. A continuación viene la segunda prueba: ¿por dónde se entra? Parece un homenaje a escala real del fuerte de los Playmobil, una fortificación hecha a base de maderas nobles que no deja entrever absolutamente NADA de lo que hay dentro. Desde fuera, lo único que puedes otear es vegetación, solo eso. En nuestra primera visita, estuvimos como tres minutos buscando la puerta. Encontramos finalmente dos, las dos con un interfono (¿cómorl?). Yo decía de picar al timbre de la de abajo y mi señora al de arriba. ¿Quién acertó? Mmm... ¿hace falta decirlo?

Tras abrirnos la puerta, pasamos adentro y nos sentimos como Locke y Jack, de la serie Lost, entrando por primera vez en el búnker donde Desmond introducía una y otra vez el código de seis números. De frente hay unos huertecitos muy cuquis (por utilizar argot Masterchef) y la entrada a las habitaciones. Para llegar al restaurante has de bajar las escaleras que hay a mano izquierda, atravesar el jardín y, una vez abajo, girar a mano derecha. Recorres un pasillo bastante ancho -siempre, lo olvidaba, rodeados de plantas y árboles- y ¡por fin! vas a dar con la puerta del restaurante. Nadie dijo que sería fácil.


¡Aquí hay... niveeel!

Una vez entras, los salones quedan a mano izquierda. Son tres, si no recuerdo mal, todos diáfanos, iluminados hasta decir basta por los rayos del sol. Nosotros siempre hemos estado en el del medio, quizás el más amplio. Las mesas, bastante grandes, se encuentran situadas a los lados, y, como no podía ser de otro modo, vestidas con mantelería, cubertería y cristalería (y todas las ías que se os ocurran) de qualité. ¡Que hablamos de un hotel de cinco estrellas, coño! Pese a que en medio se encuentran las mesas de servicio, la sensación de amplitud es constante. Se nota que es un espacio pensado y diseñado para que el comensal se sienta como en su casa. Y a ello contribuye sobremanera el servicio, una pléyade de camareros y somelieres que, detalle muy importante para los Pijos, se muestran cercanos en todo momento sin dejar de lado una profesionalidad extraordinaria. Es más, tienen sentido del humor, y eso, qué queréis que os diga, se agradece, y más en un sitio como este. Mi señora y yo lo hemos comentado muchas veces -no solo refiriéndonos al Àbac, sino a muchos otros: deben estar tan hasta los cojones de aguantar a estirados, famosetes, millonarios, pijos en minúsculas (nosotros vamos en mayúsculas) y demás personajes rancios, que cuando se encuentran a gente como nosotros, educados pero lúmpen al fin y al cabo, deben pensar... joder, por fin dos payos normales. A ver, a lo mejor se me está yendo la olla, pero creemos que no debemos andar muy desencaminados.


Welcome to the pleasure dome

Tal como os dije un poco más arriba, en nuestra incursión de reconocimiento del año pasado pasamos del menú-degustación y tiramos de carta. Ahora que lo pienso, si hablamos con propiedad, carta, lo que se dice una carta de las de toda la vida, tampoco tienen. Más bien te dan la posibilidad -pensando en sus huéspedes y en aquellos clientes externos que solo deseen comer un primero, un segundo y un postre- de escoger entre algunos de los platos de los dos menús-degustación que tienen. Valen un cojón -de eso también hablaremos más adelante- pero son platos bastante contundentes. Para que os hagáis una idea, el año pasado  nuestro camarero nos recomendó (ya que era nuestra primera visita) pedir medias raciones de tres platos, para así probar un poco de todo y luego un plato principal para cada uno. Y así lo hicimos. Mare de Déu... Yo pensaba que íbamos a reventar. Aquellas medias raciones habrían sido, sin ningún problema, platos enteros en un restaurante cualesquiera. A todo eso hay que añadir los aperitivos -que ya van incluidos en el precio- y el pre-postre. Este año íbamos a repetir la jugada, pero, al contrario que el año pasado, la oferta de carta era bastante más reducida, por lo que volví a soltarle a mi señora la frase de Risky Business: pero qué coño. ¿No hemos venido aquí a celebrar uno de nuestros días favoritos del año? ¡Quememos las naves y vamos a por ese menú-degustación, con dos cojones! Así pues, lo que viene a continuación es una descripción 100% pija (es decir, todo corazón y nada -o prácticamente nada- de comentarios gastronómicos fundados) del menú-degustación de abril del 2015 (cuando escribo esto observo en su web que ya han cambiado algunos platos debido al cambio de estación, en el Àbac solo trabajan con productos de temporada). Por cierto, regamos el ágape con una copita de cava de aperitivo, agua mineral y una botella de Principia Mathematica, un vinico blanco muy bueno que ya habíamos probado anteriormente. Pensamos en tomar un tinto, pero el somelier nos recomendó blanco, puesto que solo un plato del menú era de carne. Hay que hacer caso a los que saben. En fin, ¡vamos al lío!


 
Bloody Mary on the rocks / Tamarillo Bloody con cogollos de lechuga impregnados en agua de anchoas. La interpretación de Jordi Cruz del celebérrimo cocktail es una deconstrucción (por utilizar un término adrianiano). Por un lado, un vaso de los de whiskazo de toda la vida con unos cubitos y un líquido de color vainilla, y por el otro, un tamarillo (es una especie de tomate de árbol originario de Suramérica) relleno con un sorbete de tomate. Te recomendaban tomarte primero el tomate y el cogollito de lechuga y luego el contenido del vaso. El sorbete estaba delicioso, con el grado justo de acidez, el cogollín, riquísimo, y el líquido y los cubitos (que vendrían a ser el vodka y los condimentos)... bueno, se trata de esos brebajes que solo saben preparar los grandes chefs y que no sabes ni lo que llevan pero están de muerte. A día de hoy todavía no sé qué pintaba la lechuga en este plato, pero no olvidemos que se trata de una interpretación, así que... máximo respeto. En resumen, un primer plato muy refrescante. Gran comienzo.


Taco de maíz y foie gras con helado de mole. No soy muy amigo del foie gras (mi señora, sí) pero tengo que reconocer que era una pequeña exquisitez, se deshacía en la boca, ideal para degustarlo muy leeeeentamente. El heladito de mole, con el punto justo de picante, maridaba muy bien, una gran combinación. Venía servido sobre unas migas ahumadas de maíz. Un plato muy completo, dulce, picante, crujiente... Nivelón, vamos.


Ceviche de lulo con ostras y pisco sour. Este plato lo acabó de rematar en la mesa nuestro camarero a base de nitrógeno líquido. Aquello parecía un concierto de KISS. Ojo al vídeo que grabó mi señora:




Habrá mucha gente que pensará que esto es un truco efectista para quedarse con la gente. ¡Y así es, se quedan contigo! Pero me parece muy bien que te muestren in your face cómo se prepara (o cómo se acaba de preparar, mejor dicho) un plato de esos que jamás, en tu puta vida, vas a poder probar fuera de este tipo de establecimientos. Volviendo al plato en sí, se trata de un ceviche presentado dentro de un lulo (otra fruta exótica), con trocitos de ostra y una cremita de pisco sour (un cocktail muy popular en America del sur), que es lo que el camarero prepara delante tuyo. Simplemente espectacular. La combinación de sabores en la boca era una pasada. Si de fondo hubiera sonado Love Gun me meo encima. Un puto diez.


Jugo de coco y corales thai con colitas de cigala, almendras tiernas y aceite de chiles. ¡Aaah, los caldos cañeros de Jordi Cruz! Qué lástima que no puedas llevarte a casa una marmita con esa sopita thai, un caldo absolutamente exquisito servido dentro de medio coco. La cigalita y el aceite de chile acabaron de rematar la jugada. Se mantiene el nivelón.


Nuestro pan chino, brioche frito, anguila asada, wasabi y alioli ahumado. Uno de los grandes hits del menú. Una versión del pan chino de toda la vida con anguila asada en su interior acompañada de un minúsculo trocito de wasabi y un allioli donde mojar el bocadillito. El camarero nos invitó a comernos primero el wasabi y luego el resto. Nos dijo que el wasabi (auténtico, no el sucedáneo que suelen servir en la mayoría de japoneses) nos limpiaría la cavidad bucal y la dejaría en perfecto estado para que pudiéramos saborear el resto del plato. Y que no nos preocupáramos por lo fuerte que está, puesto que la explosión duraba apenas un instante y no dejaba secuelas gustativas (lo dicho: era wasabi bueno). Pasado el susto (aquello parecía una canción de Motörhead concentrada en tres segundos), casi lloramos con el bollito (esponjoso hasta decir basta), con el allioli, con la anguila y con la madre que la parió. Este bocata, a tamaño bar, acabaría con las guerras en el mundo. Otro puto diez.


Curry de pieles y carnes de atún con consomé ligeramente acidulado. Al Pijo mayor no le gusta el atún, pero cuando viene a un sitio como este, se deja de hostias y se come lo que le pongan, le guste o no. Y me gustó, para qué vamos a engañarnos. No me entusiasmó -me quedo con el caldito, cañero, cómo no- antes que con el pescado. Mi señora, que ADORA el atún no piensa lo mismo, claro. No era el atún del Koy Shunka, pero casi. Podríamos calificar a este plato como una especie de alto en el camino, un sitio donde recuperarte de las sensaciones anteriores y que te preparaba para lo que vendría a continuación.


Calamar tratado como un arroz negro con semillas de Padrón. Un trompe l’oeil o, como se le llama por estos lares, un trampantojo. Un plato que parece una cosa, es otra y sabe como esa otra. El calamar estaba cortado de forma minúscula para hacer las veces de arroz. De sabor, excelente. No pasará a la historia como uno de sus mejores platos, eso seguro, pero en otro restaurante sería un must. Insisto: excelente.


Jugo de cebolla asada con scamorza ahumada, nueces y piel de naranja (Vegetación). Vuelven las lágrimas, vuelven los dieces. Una sopa de cebolla -¡aaaay, esos caldos, Jordi, esos caldos!- con queso scamorza ahumado, nueces y cítricos, presentada dentro de una simple y humilde cebolla asada, con su parte superior haciendo las veces de tapadera de la ollita donde suelen servirla en los restaurantes mundanos. Un pasote de sopa. Genial.


Salmonete de roca y Mediterráneo. Este vendría a ser el primer plato principal, el de pescado. Sobreviviente del menú del 2014 (lo comimos entonces, media ración para cada uno), apenas había cambiado. A los Pijos nos encantan los molls (que es como se conocen por aquí los salmonetes). Y, claro, nos encantó. Iba acompañado de una espuma, de una cremita, de tierra... las mil y una texturas al servicio de un gran plato de pescado. Seguimos en la parte alta de la clasificación.


Pintada a la brasa con maíz y foie gras. Y este era la última etapa del menú antes de pasar a los postres, el segundo plato principal, una pintada con maíz y foie gras, excelentemente presentado y con un sabor diez. Los pijos no somos muy de caza, pero hay que reconocer que estaba de fábula. Y en la cantidad justa, sino podría habernos tumbado un poco.


Almendras tiernas. En versión fina, se trata de un pre-postre, una especie de prólogo de las propuestas dulces del menú. Hablando en plata, vendría a ser, conceptualmente, el infame -pero siempre entrañable- sorbete de limón de las bodas lumpen. Su misión era refrescar el paladar y lo consigue, en esta ocasión con unas almedras tiernas acompañadas de un montón de cosicas que no recuerdo. Estaba muy bueno.


Flores, helado de violetas, espuma de yogurt y crujiente de galletas. El plato más bello de todos con diferencia y el mejor postre... después del siguiente. Venía presentado con una especie de tapadera traslúcida de caramelo y flores, muy rica. Y los diversos elementos, en diferentes texturas, combinaban a la perfección. Delicioso. Las fotos no le hacen justicia, de verdad os lo digo.


Tierra de chocolate con crema de chirivías, cortezas de tubérculos asados, ganache chipotle y avellanas. Mi plato favorito de todo el menú, un plato que hace que merezca la pena dejarse la pasta que has ahorrado durante meses. No os puedo explicar mucho sobre el plato porque es muy difícil plasmar en palabras las sensaciones que experimenté cuando lo comí, cuando lo disfruté. Casi lloro, lo digo en serio. Mezclar chocolate negro con verduritas y tubérculos es algo que, a priori, no debería funcionar, pero lo hace. Emocionante y evocador, le doy un puto once, a lo Spinal Tap.


Bajo un velo de avellanas, vainilla, nata fresca y cítricos. Un colofón correcto, todo muy en su sitio. No sorprende pero tampoco decepciona. Muy rico, pero quizás hubiera tenido más sentido como primer postre. Después de la tierra de chocolate, supo a poco, la verdad.


Más de dos meses después de nuestra visita, me vienen a la mente algunas reflexiones que hicimos al acabar el menú, en espera de los cafés. La primera, que todos los elementos de los platos tenían sentido, estaban allí por algo. Nada era superfluo. Por ejemplo, prácticamente todos los platos llevaban florecitas, y todas tenían su función, más gustativa algunas, más decorativas otras, o ambas cosas a la vez. En segundo lugar, que todos los platos estaban diseñados para seducirte a través de todos los sentidos. Por eso los olía con detenimiento a medida que nos los iban sirviendo. Te entraban por la vista, por el olfato, por el tacto -los que se comían con la mano... Y en tercer lugar, la disparidad de criterios que provocan este tipo de propuestas. Pasado el día de Sant Jordi, leí por ahí opiniones para todos los gustos, dejando unos a caer de un burro los platos que a nosotros nos habían entusiasmado y otros elogiando hasta el absurdo cosas que nos habían dicho menos. En fin, supongo que esa es la grandeza de algo como la cocina: provoca sentimientos, en plural. Y no todos sentimos igual.


¡Al fresco!

En el Àbac tienen el detalle de (si la meteorología acompaña) servir los cafés y/o licores en su magnífico jardín, un espacio con un seto enorme, árboles que parecen sacados de un cuadro y un césped impoluto. Eso a la derecha (según sales). A la izquierda están las mesitas con sus correspondientes butacones. Pese a que el final de la fila de mesas da al paseo de Sant Gervasi -con su tráfico infernal- la paz que se respira es absoluta, apenas llega un lejanísimo murmullo. Ahí me di cuenta el año pasado de que diseñar este hotel como si fuera el bunker de la cancillería tenía todo el sentido del mundo. Junto con los cafés -buenísimos, por cierto- te traen una bandejita con unos petits fours, deliciosos todos ellos, sobre todo los bomboncitos con envoltorio comestible -cómo molan estas chorraditas. Pero para detalle molón, el pintalabios, un clásico de la casa. Se trata de una barrita de pintar los labios que, al descapucharla y extraer la barra, te encuentras con un mini-polo de frambuesa. Y está muy bueno, claro. Y además, refresca. El año pasado, mientras disfrutábamos de nuestra sobremesa en estado semi-comatoso, salió Jordi Cruz a saludar al respetable y a preguntar si todo había sido de nuestro agrado. A nosotros nos pareció un bonito detalle, más que nada porque nos encanta comentar la jugada con los que saben y felicitarles si procede. Si no hubiera salido, como este año- nuestro camarero nos dijo que se encontraba en Madrid, firmando libros- nuestra opinión del ágape hubiera sido exactamente la misma. Y digo esto porque a algunos blogueros parece molestarles estos, digamos, baños de masas. Que si es un egocéntrico, que si va de guays, que si busca el elogio fácil por gente que solo va a hacerse la foto, que si es un gilip... en fin, muy típico de este país de mierda, un país lleno de envidiosos que, a la mínima, ponen en tela de juicio al que triunfa sin tener en cuenta que para llegar hasta ahí puede -entiéndase la cursiva como ironía en estado puro- que se lo haya currado. Y, ojo, que quizás sí sea un egocéntrico del copón, quién sabe, pero de ahí a despreciarlo (o directamente a insultarlo) por el mero hecho de salir a saludar a sus clientes... A los Pijos nos la suda que salga o no, o que haga de jurado en Masterchef, o que haga anuncios de Gas Natural... nosotros juzgamos únicamente sus platos, su obra, en definitiva. Porque es lo justo. A él y al chef que sea. Como ya dije una vez, los Pijos hacemos nuestra aquella frase de J.R. Ewing: nunca mezclamos los negocios con el placer.


La crucifixión Pija

Visto con perspectiva, son muy listos en el Àbac. Te dejan flotando en el jardín para que, cuando veas a cuánto asciende la cuenta, estés como medio anestesiado y el impacto de la clatellada no sea tan doloroso. Ascendió a unos insignificantes (jaja) 361,46 euros. Una señora clavada... pero pagada con gusto. A ver, si observáis la factura con detenimiento podréis ver reflejada en ella los típicos vicios de un hotel de cinco estrellas, esto es, cobrarte veinticinco euracos por dos copas de cava, más de cuatro por un botellín de agua y casi ocho por los cafés -esperad, borremos lo del café: los petit fours van incluidos en ese precio-, pero más allá de estos detalles, tenemos un menú-degustación BRUTAL a 130 euros, un precio, como dice la prensa deportiva, de mercado. Te podrá parecer caro o barato, pero es lo que valen, no más ni menos. Detrás de ello hay un producto excepcional y, sobre todo, muchísimo trabajo, muchísimo esfuerzo. Y eso se paga. Y con gusto, como decía. Por lo menos nosotros, los Pijos. Mi reflexión final acerca de nuestra última visita a El Celler de Can Roca se puede aplicar al Àbac perfectamente, punto por punto. Parafraseándome a mí mismo (¡esto sí que es egocentrismo!), podría decir -y digo, ¡qué coño!- que el Àbac es, cada Sant Jordi, nuestro mejor restaurante del mundo. Y que lo sea muchos años más. Moltes gràcies, Jordi. Ah, i feliç sant!



Àbac
Av. del Tibidabo 1
Barcelona
Tel. 933.196.600
abacbarcelona.com/es/restaurante