miércoles, 25 de septiembre de 2013

THE GARGANTUAN TOUR - TERCERA ETAPA: EL LLAGUT


Estaba seguro de que la tercera etapa del Gargantuan Tour iba a salir bien. Bueno, a ver, seguro-seguro, lo que se dice seguro… no, pero casi, vamos. Me lo decía mi instinto Pijo, ese instinto que tantas sobremesas (y noches) de gloria nos ha proporcionado a mi señora, a mí y (espero) a la mayoría de vosotros, pijos míos. Y se basaba en algo tan endeble y absurdo como un refrán. Así es, amiguitos, el Pijo Mayor pensó que a la tercera tenía que ser la vencida. Y esa tercera no hacía referencia a las etapas previas de nuestro recorrido, sino a mis dos anteriores visitas a la ciudad de Tarragona. No guardaba muy buen recuerdo de ellas, la verdad. La primera fue hace unos mil años, es decir, en 1991. Por aquel entonces debía cursar segundo de BUP. Nuestro profesor de Historia, el mítico Josep Mohedano, tuvo a bien sacarnos unas horas del siempre tedioso instituto y visitar, autocar desvencijado mediante, las ruinas de la antigua Tarraco. Solo recuerdo dos cosas de ese día: una, imitar en la playa las llaves de Hulk Hogan que habíamos visto montones de veces en el inolvidable Pressing Catch de Tele 5 (más de uno salió de allí con varios moratones) y la otra, lucir el peinado más horroroso que he llevado jamás, el hachazo en mitad de la cabeza. Sí, fue por aquella época cuando me empezaron a llamar Luis Cobos por los pasillos del instituto. Es mirar las fotos de ese viaje y preguntarme en voz alta a mí mismo: Pijo, ¿cómo cojones se te ocurrió llevar el pelo como Luis Cobos? Como dice mi madre, es lo que se llevaba. Miento: nadie llevaba el pelo así en mi barrio, NADIE. En fin, que cada vez que pienso en mi primer día en Tarragona, mi cerebro corre un tupido velo sobre él y, naturalmente, sobre ese lamentable pelazo.


¿Dónde coño están las guitarras?

Saltemos ocho años hacia adelante. Año 1999. Es un viernes por la tarde. Esa noche toco con mi grupo en una sala del casco antiguo de Tarragona que se llama El Cau. Por cuestiones laborales, salimos tarde de Barcelona. Nada más comenzar el trayecto, la primera en la frente: no hemos llegado ni a la salida de Barcelona que, en plena Diagonal, comienza a salir un humazo negro por debajo del capó del coche. Llamada a la grúa y apretujones dolorosos en la furgo, el único vehículo de nuestra comitiva que quedaba sano. Llegamos a las tantas a Tarragona y, como bienvenida, nos encontramos con ¡una buena tormenta! Fue inolvidable: tener que abrir un pasillo en una sala abarrotada de gente (y con algunos de los presentes ya bastante cociditos), con un bombo en tus manos y la ropa completamente empapada (y sin cenar, ¡claro!) son de esas cosas que sabes que algún día podrás contar a tus nietos. Pero faltaba la guinda, por supuesto. Cuando estábamos montando todo el equipo, el cantante y bajista de la otra banda dice oye, ¿dónde está mi bajo? ¿Y la guitarra de Marcel? Comenzamos a buscar los instrumentos como locos sin resultado. Hasta que uno de nosotros hizo memoria y dijo Un momento. Para meter el órgano en la furgo sacamos las dos fundas y las apoyamos en el maletero de un coche que había aparcado al lado. Es decir, ¡que nos las hemos dejado en Barcelona! Estaba claro: no era nuestro día (o, mejor dicho, nuestra noche). A esta serie de calamidades le siguieron un par de conciertos olvidables, una cena a las dos de la mañana a base de frutos secos y una milagrosa aparición del ángel de la guarda de los rockeros, pues impidió que, al volver, nos comiéramos con patatas la mediana de la AP-7 : el conductor de la furgo se durmió durante unas décimas de segundo, pero me dio tiempo, como copiloto, de despertarlo con un grito que todavía resuena por El Vendrell y sus alrededores. Por corbata, señores, por corbata.

Por eso a la tercera…

Situar la visita a Tarragona en el tercer lugar de nuestro recorrido fue una decisión calculadísima: quería que coincidiera con la llegada del buen tiempo. Aunque siempre es mejor que no llueva y/o que no haga frío, en las dos primeras etapas la meteorología podía fastidiarnos el viaje hasta cierto punto, puesto que en los dos restaurantes elegidos comeríamos bajo cubierto, a salvo de chubascos y bajas temperaturas. Sin embargo, para esta parada el factor sol era esencial. No cabía en mi cabeza disfrutar de un buen ágape marinero en un local cerrado, no, debía ser en una terraza al aire libre, tenía que ser en una terraza al aire libre. Y qué mejor que jugar con ventaja: situando la visita a principios de verano me aseguraba un tiempo casi perfecto. Y así fue, pijos. El día de autos nos levantamos por la mañana con un sol de justicia, un sol de esos que te ponen de buen humor de forma instantánea, un sol, en definitiva, que invita a salir de casa y disfrutar de los pequeños placeres pijos. Dicho y hecho: tras un frugal desayuno, nos fuimos para la estación de Sants a coger el primer tren que saliera para Tarragona. Nos esperaba la cocina marinera de uno de los clásicos del casco antiguo de Tarragona. Nos esperaba El LLagut.


Arriba a la derecha

Qué bien que va el Google Maps, ¿eh? Abres la aplicación y en unos breves instantes te dice dónde estás y cómo llegar a tu destino. Lo que no te dice es que lo que en su mapa parecen diez metros en realidad es una escalera de tropecientos mil escalones. Desde la estación de Renfe hasta la calle Natzaret, que es donde se encuentra El LLagut, no se tarda demasiado, unos veinte minutos aproximadamente, pero todo el recorrido es una ascensión continua, más o menos pronunciada, pero ascensión al fin y al cabo. Ah, me había olvidado: se ha de subir porque el restaurante se encuentra en pleno casco antiguo, el cual está unos metrillos por encima del nivel de mar. El recorrido que nos marcó el señor Google nos llevó por unas cuantas calles más bien feúchas, pero una vez llegamos al casco antiguo, la cosa cambió. Es muy bonito (de hecho, no conozco ningún casco antiguo que sea feo) y apetece pasear por sus calles y callejuelas (una de ellas, por cierto, era donde está El Cau).

Una vez llegamos al número 10 de la calle Natzaret, echamos un vistazo y lo que vimos nos dio buenas vibraciones. Aunque su dirección indique una calle, el restaurante, en realidad, se encuentra en una plaza bastante amplia (la Plaça del Rei) que va a dar al museo arqueológico. Es una plaza muy bonica, muy tranquila, de esas que piden a gritos sol, una buena terraza y una mejor compañía. Y terrazas había unas cuantas, entre ellas las de nuestro restaurante (o taberna marinera, que es como ellos se autocalifican)



Los cuadritos

Cuando más arriba os decía lo de las buenas vibraciones, no me refería al marco, al espacio donde íbamos comer (que también) sino a un pequeño detalle que para los Pijos es una especie de señal: las mesas de la terraza tenían manteles de cuadros. A lo mejor os parece una chorrada, pero he conocido pocos sitios donde las mesas lucieran cuadritos y se comiera mal. Pese a que al poco de sentarnos pusieron encima del de cuadritos el inevitable mantelito blanco, el mensaje que nos mandó el cuadriculado estaba ahí y no podía ser ignorado: pijos, hoy comeréis bien. Las sillas eran todo lo cómodas que pueden ser las sillas de madera de toda la vida (por lo menos, no eran esas mega-sillazas rojas con el logotipo de Coca-Cola o Estrella Dorada detrás, esas en las que el culo acaba por desparramarse en siete direcciones distintas). Cubertería mona , servilletas de tela, ¡como Dios manda! y un parasol tamaño king-size para protegernos del solano, que a esa hora ya no hacía prisioneros.

Pueden tomar apuntes

La camarera –simpática y eficiente, luego os hablo un poco más de ella- nos trajo las cartas y nos orientó un poco. Ante una carta de tales dimensiones –no tanto en la variedad de platos sino en la casi interminable lista de arroces, la especialidad de la casa- agradecimos muchísimo la sesión informativa que tuvo a bien dedicarnos durante unos minutos. También hay que decir que llegamos tan pronto que estábamos solos –luego se llenó- y la chica pudo explayarse con nosotros. Respecto a los entrantes, no había mucho que explicar, pescado y marisco (de las lonjas de la zona) a tutiplén: boquerones, ensalada de bacalao con romesco y olivas arbequinas, mejillones de roca al vapor, almejas salteadas con uva garnacha, pulpitos de Tarragona estofados con vino rancio, pimiento de romesco y ajo confitado… Bufff… ¡difícil elección! Cuando vas a comer a un restaurante de cocina marinera, ya sabes que la cosa va a estar muy complicada y que los platos van a luchar entre ellos encarnizadamente por ser finalmente los elegidos. En la carta aparecen como Tapes per compartir al mig de la taula (tapas para compartir en mitad de la mesa), no como entrantes, pero son más lo segundo que lo primero. Luego os cuento.

A continuación, venía el apartado de pescados (rape, varias merluzas, dorada…) y calderetas (de bogavante y de langosta) y, finalmente, el plato fuerte, los arroces. Aquí comenzó la clase didáctica de la camarera. Era tal el torrente de información que nos facilitó sobre el origen, preparación e ingredientes de los diferentes tipos de arroces de la carta, que me dieron ganas de pedirle bibliografía. La pobre tuvo que repetirme más de una vez (y de dos, ¡y de tres!) en qué consistía cada plato. Me supo muy mal, pero mi cerebro, a aquellas horas en estado semi-operativo por el sol, el hambre y la escalada, ya no daba pa’más. A ver… sirven tres tipos de arroces, los melosos (con nécoras, con cigalas, con bogavante, con cangrejos de playa, con gambitas de Tarragona…), los secos (con sardinas, con bacalao, negro con sepia, al horno con pescado de roca, almejas y alioli de azafrán de Jiloca…) y los masqueta. Estos últimos son una especialidad de la costa tarraconense. Si no recuerdo mal las explicaciones de nuestra profe, es un arroz un poco picantón a base de verduras y marisco que los pescadores preparaban antiguamente en sus propias embarcaciones para coger fuerzas de cara a sus largas (y duras) jornadas en alta mar. Nos dijo también que era la especialidad de la casa y que valía la pena probar alguno (tenían dos, el de azafrán de Jiloca, calabacín y almejas y el de pimiento de romesco, rape y mejillones), pero lo del picante tiró un pelín para atrás a mi señora, poco amante de los incendios gástricos, así que lo dejamos para otra ocasión. Ahora no estoy seguro de si es caldoso, seco o qué, por lo que si alguno de vosotros lo sabe, ¡que nos lo diga!


¿Rácanos? No way!

Tras muchas dudas, nos decantamos por pedir dos tapas para compartir en mitad de la mesa y un arrocito. Como os decía antes, más que tapas eran entrantes puros y duros. O, dicho de otra forma, eran tapas muy generosas. Me gustaría dejar claro esto último, puesto que he leído por ahí que el tamaño de estas tapas era ridículo y que era vergonzoso que cobraran lo que cobraban por semejantes miniaturas. No puedo –ni quiero- defender a nadie en particular, pero ciñéndome a nuestra visita, las miniaturas brillaron por su ausencia.

Pedimos, en primer lugar, una cazuela de mejillones de roca al vapor. Normal: visitar la tierra de los musclos y no probarlos (y más estando en plena temporada) es como ir a Valencia y no probar la paella. Y yo, Pijo mayor y mejillonólogo de pro, doy fe de que estos bivalvos estaban de rechupete. Volviendo a lo del tamaño (ya está, ya lo dejo), indicaros que nos sirvieron una cazuelaca que no se la saltaba un galgo. Producto de la tierra (o, mejor dicho, del mar) al que no le hacía falta ni limón ni res de res: exquisitos, señores.

Como segunda tapa, los pulpitos de Tarragona estofados con vino rancio, pimiento de romesco y ajo confitado. ¿Que cómo estaban? Tuvimos que pedir otra ración de pan. No hase falta desir nada más, ¿no?

Y el arroz. Finalmente nos pedimos un arroz caldoso con bogavante. Y fue una sabia elección. Estaba simple y llanamente ¡espectacular! Unas cuantas semanas después, los Pijos nos desplazamos hasta Badalona para comer en un chiringuito que nos habían recomendado y que está en plena línea de mar. Pedimos el mismo arroz que en El LLagut y nos sirvieron una cazuela con sabor a caldo Aneto, lo cual no hizo sino elevar el de Tarragona al Olimpo de los arroces caldosos.


No fue casualidad

Cuando pedimos la cuenta (que incluía nuestras habituales cervezas y un par de cafés), mi señora aprovechó para ir al lavabo. Al poco, volvió nuestra camarera con el datáfono y, mientras me cobraba, me hizo el interrogatorio habitual que suelen hacer en los restaurantes de provincias a los que somos de can fanga: si nos había gustado, de dónde venimos, que cómo los conocimos… La chavala flipó bastante cuando le expliqué que supe de su restaurante a través de una reseña (muy elogiosa) publicada hace bastantes años en las páginas de El Periódico de Catalunya y que guardé el recorte durante todo este tiempo (en mi carpeta roja, of course), esperando que se dieran las circunstancias precisas para visitarles. Pasé de hablarle del blog, no fuera que me tomara por un freak (o peor, por un stalker obsesionado con las tabernas marineras tarraconenses). Una vez volvió mi señora del excusado, nos preguntó si nos íbamos a quedar en Tarragona todo el día, puesto que esa noche comenzaba la vigesimotercera edición del Concurso internacional de fuegos artificiales Ciutat de Tarragona y varios restaurantes del casco antiguo –entre ellos el suyo- instalarían casetas en uno de los miradores de la zona para picar algo mientras el cielo de Tarragona se llena de truenos, rayos, centellas y pólvora, mucha pólvora. La verdad es que si lo llegamos a saber con antelación nos hubiéramos quedado, pero nuestro gato tenía que cenar a su hora y no era plan de dejar al pobre animal maullando a pleno pulmón mientras sus papis se encontraban a cien kilómetros de distancia mirando petardos.

De camino a la estación (¡de bajada!) mi señora y yo comentamos que el banquete que nos habíamos calzado apenas había superado los 60 euros (65,30 concretamente), por lo que la segunda visita a El LLagut estaba totalmente confirmada. Con o sin petardos. Eso da igual.