jueves, 14 de marzo de 2013

CAL GANXO


Me sucede todos los años. Uno tras otro. Es llegar la última semana de enero y no poder dejar de pensar en otra cosa. ¿Y por qué a finales de enero, os preguntaréis? Muy sencillo, queridos pijos y pijas: ¡comienza la temporada de calçots! Aunque con los años (y sobre todo, a medida que se han ido popularizando entre los habitantes de la metrópolis) las primeras calçotades tienen lugar allá por el mes de noviembre, no es hasta la última semana de enero que comienza oficialmente la temporada con la Gran Festa de la Calçotada de Valls (Tarragona). A partir de ese momento, el Pijo mayor se pone manos a la obra y no para hasta fijar el día en el que el comando Pijo se pondrá los baberos. Digo lo de comando porque las calçotades son una de las dos cosas en la vida que hay que hacer sí o sí en grupo. La otra, por supuesto, es ver Aterriza como puedas.

No os creáis que soy un experto en esto de las calçotades. De hecho, mi primer encuentro serio con los cebollinos y la salsa romesco tuvo lugar hace poco menos de diez años, ya en mi treintena. Fue en un restaurante del Montseny, creo recordar. Me gustaron, pero tampoco me entusiasmaron, la verdad. El entorno, qué queréis que os diga, tampoco ayudaba. Era más bien un bar de comidas con un comedor atestado de familias. Y los que me conocéis, ya sabéis que ese ambiente, el familiar, me encanta: estrecheces, gritos, niños, humo (bueno, eso ya no, afortunadamente)... Después de aquella jornada de lo más olvidable, lo tenía claro: no volvería a ir de calçotada si no se daban un mínimo de tres condiciones in-ne-go-cia-bles. A saber:

  • El entorno: si los calçots son originarios de la comarca del Alt Camp, a poco más de cien kilómetros de Barcelona, ciudad en la que resido, ¿tiene sentido irse de calçotada a un bar de comidas del Montseny? La respuesta está clara: ¡NO! Quiero comérmelos en el campo, ¡en el mismo epicentro del cebollino! ¡Allá donde saben de qué va esto!
  • El restaurante: Esta es consecuencia de la anterior. Si hay que comer en plena naturaleza, las opciones se reducen a dos: al aire libre o en una masia. Y como por esta época suele hacer fresquito por la zona, gana por goleada la masia.
  • El momento: Entre semana, sin familias ni niños. Más anchos y más tranquilos.

Más de uno dirá que lo del entorno es una tontería y que no hay que irse tan lejos para calzarse unos buenos calçots. Y quizás tengáis razón. Si la materia prima es de calidad y tienes el equipo y la cocina adecuados, ¿por qué carajo no van a estar buenos? Pero una vez has comido en Cal Ganxo, os puedo asegurar que los 110 kilómetros que separan mi domicilio de este templo calçotaire no significan absolutamente nada.


Los que sí que saben

Lo tuve claro desde el principio. Si quería comerme los mejores calçots en el mejor entorno posible debía dirigir mis pasos hacía la comarca del Alt Camp. Ya, pero...¿dónde? Será que no hay restaurantes y masias por esa zona dedicadas en cuerpo y alma al cebollino... Fácil: pregunta a los que saben. Y no hay gente más sabia que los proveedores de la empresa donde trabajo, auténticos currelas que conocen palmo a palmo la zona por la que se mueven habitualmente. Y así lo hice. Hace exactamente siete años llamé a nuestro hombre en Valls y le pregunté Escolta, saps d'algun lloc que estigui bé per fer una calçotada? ¹
  Su respuesta fue rápida y concisa: Cal Ganxo, no t'ho pensis ni dues vegades ².
La cosa, pues, estaba clara, ¿no?

Sin contar la que nos ocupa en esta entrada, los Pijos hemos disfrutado del arte de Cal Ganxo en tres ocasiones. La primera, en febrero de 2006, con nieve todavía en los márgenes de las carreteras, fue espectacular. Comimos de fábula. Y comimos mucho. Y cuando digo mucho es mucho. Yo salí de allí medio mareao, con ganas de irme a la cama inmediatamente para que mi estómago reposara un poco. Ah, no os lo había dicho: Cal Ganxo no está especialmente indicado para aquellas personas que tienen suficiente con una ensaladita y un poco de pollo a la plancha. No. Cal Ganxo es para los valientes, para aquellos que una vez se sientan a la mesa, lo dan todo y no hacen prisioneros. Pero no adelantemos acontecimientos...

Después de aquella primera visita, los Pijos repitieron en dos ocasiones más. Especialmente cómica fue la tercera, en la que a mi suegro, llevado por un (desconocido en él) espíritu aventurero, le dio por obviar la autopista AP-7 y volver a casa atravesando media Catalunya, obsequiándonos la vista con las bonitas entradas (y las no menos bellas salidas) de unas catorce poblaciones del Vendrell, el Garraf y el Baix Llobregat. Y para acabar, la guinda: ¿A alguien se le ocurre una forma mejor de rematar una comida opípara que con una buena sesión de curvas por las costas del Garraf? ¡A mí no, desde luego! Solo por el color pseudo-tísico que se le quedó a mi señora en pleno vaivén ¡ya valió la pena! Y es que mi suegro es de los que saben.

Somos gente con clase...

...y no nos juntamos con cualquiera. Eso es justo lo que pensé cuando el comando Pijo (formado en esta ocasión por Rubén, Marta, Juan, Lidia, Isaac y yo) llegamos hace unas semanas al aparcamiento de Cal Ganxo. Allí fuera, un poco apartado de los coches, había estacionado...¡un helicóptero! ¡Su p... madre! Estaba claro, no iba a llevar a mis colegas a un sitio cualquiera. Hacía ya un tiempo que en el trabajo nos rondaba la idea de salir de calçotada y yo me comprometí a llevarlos al mejor sitio que conocía para ello. Lo que no sabía es que también tenían clientes vip, mira tú.

Cal Ganxo es un restaurante que abre únicamente para comer -nada de cenas- entre los meses de noviembre y abril, es decir, coincidiendo con la temporada de calçots. Está situado en un pueblecito (bueno, quizás sería más adecuado calificarlo de aldea, apenas son cuatro casas mal contadas) llamado Masmolets, a pocos kilómetros de Valls. La masia es una preciosa casa solariega del siglo XVIII que ha sido reformada en su justa medida: una vez dentro, te da la impresión de que el tiempo se paró allí hace más de doscientos años.

Tras las pertinentes fotos al helicóptero (con postureo incluido) nos dirigimos a la entrada. Tras cruzar la puerta, entras en una especie de recibidor con unas brasas (a pleno rendimiento) a la derecha, uno de los comedores a la izquierda y en el centro, la entrada al comedor principal, que es donde teníamos nuestra mesa. Aunque era la cuarta vez que entraba en dicha estancia, me volvió a sorprender gratamente su ambiente cálido y acogedor, con mesas y sillas de madera maciza, una iluminación tenue (a base de lamparitas y velas) y una decoración más que correcta hecha a base de objetos antiguos. Y aunque estaba lleno (ojo: no era un fin de semana, dato a tener en cuenta) en ningún momento hubo gritos ni molestias de ningún tipo.

Desabrochando cinturones

En la mesa estaban esperándonos nuestros respectivos baberos -esenciales en una calçotada-, un par de porrones de vino tinto, un cuenquito de su estupenda salsa romesco para cada uno y un par de cestos con sendos panes de pagès ya cortados a rebanadas. Mucho cuidado con la salsa romesco de Cal Ganxo: crea adicción. Está tan buena que es tremendamente sencillo que se te vaya la olla y que antes de que llegue la carne ya te hayas jalado medio kilo de pan mojando a diestro y siniestro. Mi buen amigo Isaac dice que la salsa romesco que hace su señora está mejor, pero que esta está muy buena. No seré yo quien le lleve la contraria, pero hasta que no la pruebe, me quedo con la de Cal Ganxo.

El plan es sencillo. Un menú cerrado que consta de calçots a go-go, sin límite alguno, una parrillada de carne de segundo y postre. Una vez sentados todos en su sitio, con los baberos bien atados, ¡comienza el espectáculo!: los camareros van trayendo tejas y más tejas de calçots envueltos en papel de periódico. Están hechos como Dios manda y se nota, pues a partir de aquel momento la conversación que estábamos manteniendo sobre los posibles pasajeros del helicóptero (¿serían famosos?) se fue diluyendo en pocos instantes. Aunque el menú incluye calçots non-stop, paramos después de la quinta o sexta ronda, pues todavía faltaba más de medio ágape y no era cuestión de darlo todo tan al principio. Conozco gente que preferiría comer calçots y romesco hasta reventar y pasar de la habitual carne a la brasa de segundo, pero eso va a gustos. Yo me decanto por comer un poco de todo y no centrarme únicamente en los cebollinos... pero para eso hay que tener un poco de sentido de la mesura y tener muy claro hasta donde puedes llegar con cada plato. Yo soy perro viejo y conozco mis límites, así que cuando ya llevaba unos treinta y cinco calçots dije basta y me quité el babero. Marta, Lidia e Isaac siguieron dándole a los cebollinos hasta sobrepasar con creces los sesenta (repetimos: ¡sesenta!), aunque Isaac es de buen comer y a él no le supuso ningún problema, cosa que no puede decirse de ellas dos (luego os explico).

A continuación, los camareros retiraron los baberos, los despojos, los cuenquitos y el mantel de papel que cubría el de tela (muy buena idea esta: es tal la cantidad de brasas e hilachos que salen disparados que si no lo pusieran dejarían la mesa hecha una pocilga para el resto de la comida) y comenzaron a traer la guarnición de la parrillada, dos platos bien hermosos llenos de mongetes, una alcachofa asada por cabeza y un butifarrot negro para cada uno. Pintaza, señores, ¡pintaza! Un par de minutos después llegó el turno de la carne, que traían sobre un par de cazuelas con sus propias brasas candentes debajo y una rejilla encima. Cada cazuela constaba de tres raciones que incluían cada una una butifarra, una mitjana y una costilla de cordero. Ah, y all i oli, ¡mucho all i oli! La carne estaba simplemente deliciosa, todos coincidimos en ello. Para beber, por cierto, trajeron un par de botellas de cava de la casa. Muy bueno también.

A estas alturas, quien más o quien menos ya estaba un poco llenito. El Pijo mayor estaba especialmente contento, pues gracias a una buena dosificación todavía tenía espacio en el buche para el postre. Antiguamente, te servían un plato ¡sopero! de crema catalana y un par de naranjas ¡para cada uno! Ahora se han moderado y se limitan a traer un par de platos con naranja a rodajas y otros dos platos (sí, soperos) de crema catalana, todos para compartir. Mejor así, la verdad.

Yellow is the colour

Cuando vas de calçotada, es relativamente fácil saber quién va peor a nivel gástrico, ¡tan solo hay que fijarse en quién se pide un té! Y Marta y Lidia estaban entre las más perjudicadas. De hecho, el color de su piel había mutado hacia la misma tonalidad pseudo-tísica de mi señora unos años antes. Pero tampoco hay que darle mucha importancia, pues si es la primera vez que vienes es muy fácil que la gula te engañe y acabes empachado. Yo acabé exactamente igual (¡o peor!) la primera vez que fui.

La cuenta salió por 242 euros, es decir, a unos 40 euros por barba. A todos nos pareció bien teniendo en cuenta el entorno, el servicio (super-atento y muy simpático) y, sobre todo, lo bien, lo jodidamente bien que habíamos comido. Insuperable.

Zzzzzzzzz....

Tras abonar la cuenta, nos levantamos y salimos a dar una vueltecita por la aldea, más que nada para que nos bajara un poco toda la manduca ingerida. Cuando estábamos a la altura de la iglesia, oímos cómo el helicóptero que habíamos visto a la entrada se elevaba en pocos segundos y marchaba de allá a toda leche. Qué rabia, ¡nos quedamos sin saber quién iba en él! A medida que nos alejábamos de Masmolets pensamos en lo que molaría ir montados en él y llegar a casa en pocos minutos. Y si tenemos en cuenta la letal sesión de La Oreja de Van Gogh con la que tuvieron a bien obsequiarnos Juan (por poner el disco) y Marta (por berrear sus canciones) durante la mayor parte del viaje de vuelta, más todavía, ¡mucho más! Yo ya no vuelvo a salir de calçotada si no es en helicóptero, ¡que lo sepáis!

Cal Ganxo
c/ de la Font 9
Masmolets – Valls (Tarragona)
Tel. 977.605.960
www.calganxo.com/


¹
Oye, ¿sabes de algún sitio que esté bien para hacer una calçotada?
 
²

Cal Ganxo, no te lo pienses dos veces