Eran principios/mediados de los ochenta. Mi padre, que era
(y continua siendo) socio de una peña madridista de Santa Coloma llamada La
Paloma, nos llevaba de vez en cuando a mí y a mi hermano a ver algún que otro
partido del Madrid. Nunca me he preguntado si lo hizo para intentar inocularnos
su madridismo irredento o, simplemente, para que pasáramos la tarde fuera de
casa. Si su intención era convertirnos en vikingos,
hay que decir que fracasó estrepitosamente. En el caso de mi hermano, porque
nuestro abuelo Miguel, el yayo, el padre de mi madre, se le adelantó. Pese a haber nacido en Linares, mi abuelo
sintió desde muy joven como suyos los colores del Barça. Tanto que se hizo
socio. Y su carnet (el cual acabaría heredando yo) a veces caía en manos de mi
hermano. Y, en fin, que lo blaugrana le
hizo tilín. Y yo… bueno, yo no recuerdo cuándo ni por qué me hice culé,
simplemente sucedió. Eso sí, nunca hemos
sido unos fanáticos. A ver, más de una vez (y de dos, y de tres) nos hemos
acordado de los muertos de más de un jugador blanco, pero la cosa jamás pasó de
allí. A medida que te haces mayor te vas dando cuenta de que el fútbol, por
mucho que sientas unos colores, no es más que eso, fútbol, o, como dijo una vez
Jorge Valdano, lo más importante de
las cosas menos importantes. Esa
progresiva desdramatización es la que me ha permitido introducirme sin ningún
problema en ecosistemas madridistas. Y la peña de mi padre es uno de
ellos. Cada vez que iba, mi papá le
decía a quien estuviera encargado de la barra aquel día, oye, ponle una Coca-Cola y unos cacaos al chaval. Y yo, con la
botella en una mano (con pajita, por supuesto) y con los cacahuetes en la otra,
me quedaba embobado mirando la vitrina de los trofeos. Entre copas, recuerdos y
demás parafernalia blanca, sobresalía
una foto enmarcada. Era una foto dedicada de Ramón Mendoza. Perdón, de Don Ramón
Mendoza, el señor que presidió el Madrid durante los años dorados de la
Quinta del Buitre. Don Ramón era MUY odiado en Barcelona, era casi el
anti-Cristo para los culés (normal: era castizo hasta la médula), pero a mí me
caía muy bien. En efecto, era muuuy castizo, sí, rancio, también, un rato, pero
era una persona que siempre iba de cara (nada que ver con nuestro Josep Lluís
Núñez) y que tenía un envidiable sentido del humor: su retranca sacaba de sus
casillas a todo Can Barça, pero a mí me hacía llorar de risa. El día que murió
(con estilo hasta el final: en las Bahamas y rodeado de sus chatis) me dio penita y me acordé de
aquellas tardes de domingo en La Paloma, en las que, el Isabelo, el Gori, el Cartero y, por supuesto, mi padre, se
dejaban la garganta celebrando los goles de Hugo Sánchez y compañía. Dejé de acompañar a mi padre precisamente
por aquella época, mediados de los noventa. Y, desde entonces, no volví a pisar
Santaco. No sería hasta el verano del
2013 que volvería a poner mis pies por allá. Iba a comer a El Cruce con mi amiga Anabel. Y nada más salir del metro, me acordé
de Don Ramón, de la foto de Don Ramón.
¿Las mejores…?
El Cruce lo
conocí a través de mi buen amigo Jordi.
Nunca me habló directamente de él, simplemente lo nombró en un post de
Facebook, calificándolo como el bar donde hacen las mejores bravas del mundo.
¿Cómo? ¿Las mejores? Mmm… Como ya he dicho en más de una ocasión en este vuestro blog, las mejores patatas bravas todavía están por descubrir, pero
hasta entonces, las del bar Lafuente ocupan el número uno de
nuestro ranking pijo. Pero ello no quita que quizás estas también rayen la exquisitez, por lo que me apunté el
nombre en uno de mis innumerables papelotes… y me olvidé. Hasta que el año
pasado, encontré el post-it y me planteé hacer una excursión pija hasta el
corazón de Santaco para comprobar in
situ si el juicio de Jordi era para
tanto o no. Mi primera opción para acompañarme fue, obviamente, mi gran amiga y
compañera de fatigas radiofónicas Anabel. ¿Por qué? Muy sencillo, vive al lado. Ella ya
había estado, naturalmente, pues El
Cruce es un bar conocidísimo en toda Santa Coloma y alrededores. Y estamos
hablando de una población donde el índice de bares de calidad es elevadísimo.
Ya os hablé de ello en la entrada que le dediqué al bar Lafuente: en el
extra-radio de Barcelona se concentra lo bueno y mejor de los bares de tapas de
la capital. En Barcelona también los hay, sí, pero menos.
Bares, qué lugares
No veía tantos chinos juntos desde que estuve en China Town,
en Nueva York. Mi señora, que conoce esta comunidad por motivos que no vienen
al caso, ya me lo había comentado en alguna ocasión, pero hasta que no pasas por
allá y ves anuncios en mandarín en las marquesinas de las paradas de autobús,
no eres consciente de que la presencia china en Santa Coloma es muy
importante. La otra presencia masiva,
como ya os adelanté unas líneas más arriba, es la de los bares. Saliendo de la
parada de Metro de Fondo en dirección hacia El Cruce pierdes la cuenta de la cantidad de bares que hay en un
trayecto de poco menos de trescientos metros. Pero hay algo que diferencia El Cruce del resto: siempre está lleno.
Y tiene mérito, pues dispone, si no me equivoco, de cuatro salones o espacios,
sin contar su mastodóntica terraza veraniega, a la cual hay que dar de comer a
parte. Las colas que se forman los fines de semana requieren armarse de un poco
de paciencia. Pero tranquilos, lo tienen muy bien organizado.
Entrando a mano izquierda está la barra y a la derecha una
fila de mesas. Más adelante, todavía en el lado derecho, un pequeño descansillo
donde hay algunas mesas más. Al fondo, uno de los comedores, y a la izquierda,
el acceso a otro de los salones (ahora no sé si hay otro más, no me fijé).
Mesas con manteles de papel, sillas de madera de las de toda la vida y
decoración cien por cien cañí: toros, más toros y un pequeño santuario dedicado
a la ínclita Isabel Pantoja. Diría que los dueños son de Málaga, pero quizás me
equivoco (si alguien lo sabe y me he equivocado que me lo diga y lo corrijo). A
algunos este tipo de decoración les tira para atrás, pero a mí me encanta, qué
queréis que os diga (a mi señora no tanto). Y respecto al ambiente, familiar y
currela a partes iguales, reflejo del barrio donde se encuentra situado. Es un ambiente con el que me identifico a saco: vengo
de ahí. Hace poco hablaba de esto con mi gran amigo Uri, y los dos coincidíamos en que lo bueno de estos sitios es que
todo lo que ves es en ellos es así. This is for real. No hay hipsters. No hay postureo. Solo hay
niños, niñas, parejas, abuelos, tíos, primas y colegas. Nada más.
Tres visitas tres
Mi política a la hora de hacer una entrada pija suele
consistir en hacer una primera visita de reconocimiento y, si nos gusta, volver
ya con la cámara y tomar buena nota de todo lo que acontece. Y con El Cruce fue exactamente así. De la
primera visita, con Anabel, salí muuuuy satisfecho. Y, desde entonces, he
vuelto en dos ocasiones. Una con Jordi
(se la debía) y otra con mi señora. Su
oferta es tan amplia (carnes, pescados, torradas,
parrilladas, mariscadas…) que hemos preferido centrarnos en las tapas (no
olvidemos que lo que nos trajo aquí fueron las bravas), si bien no caímos en ninguna de nuestras incursiones en pedir la especialidad de la casa, los caracolillos. Y es que no se puede estar en todo, ¡hay mucho y bueno donde escoger! Ah, y también tienen un
muy interesante menú del día a diez euros. Sin más dilación, la degustación
pija:
Chipirones fritos. Se nota que son andaluces, pues la
fritura es perfecta, la clavan. Muy buenos.
Pincho Moruno. La foto no le hace justicia, pues es un peazo
banderilla. La carne estaba muy tierna y muy bien adobada. Viene acompañada de
pan tostado. Muy bueno también.
Pulpo gallego. Pese a que no se trata de su especialidad, es
un pulpo de nivel. Recuerdo alguno inferior en bares supuestamente gallegos.
Cazón en adobo. Otra gran fritura. Mi señora (con raíces en San
Fernando, cuna del bienmesabe, que es
como se conoce allá al pez espada en adobo) le dio su aprobación, si bien quiso
dejarme claro que no estaba tan bueno
como aquel. Pero ahí tenemos la batalla perdida: es muy difícil vencer tus
recuerdos de infancia. Mi opinión: estaba buenísimo. Se deshacía en la boca.
Croquetas caseras de pollo. Bajonazo del quince: eran
congeladas. Y además, malas. No sé si es que ese día no tenían y nos colaron
estas o que habitualmente las sirven así, pero en cualquier caso está feo
vender gato por liebre. Y puestos a poner congeladas, pon las del Mercadona,coño, que están más buenas. ¡Tirón de orejas!
Patatas bravas. Iré al grano: ¿superan a las del bar
Lafuente? No. Dicho esto, reconocer que están muy buenas, con un corte plano (a
mí me encanta) y bañadas en un allioli muy suave, con un toque de pimienta
negra por encima. Cada vez que vuelva las pediré, por descontado.
Almejas a la plancha. Muy buenas. Las hacen con ajo y
perejil. Cuando te las has pulido todas es obligatorio (al igual que con las
patatas, me olvidaba) mojar pan hasta que hayas dejado el plato cristalino.
Las comparaciones son
odiosas
Antes de acudir con mi señora, y sabiendo de su absoluta
devoción por el bar Lafuente, ya le advertí: no te gustará tanto. Y así fue. Pero
le gustó, de verdad. De hecho, al salir le pregunté si traería a sus padres a
comer a El Cruce si algún día se da
la ocasión y me respondió que sí. Prueba superada. Yo (y creo que también hablo
por Jordi) soy de la opinión de que cuando algo te gusta mucho (pero mucho de
verdad), cualquier cosa con la que lo compares saldrá siempre perdiendo.
Siempre. Es lo que pasaba con el Barça de Guardiola. Eran tan buenos que
parecía que sus rivales fueran unos peleles. Y no era así, claro. Las
comparaciones son odiosas. Todas. Dicho esto, concluir que El Cruce es un bar morrocotudo y que merece ser visitado una y otra
vez. Y el precio ayuda, amigos. La media (si vas de tapeo, ojo) es de unos
quince euros por persona. Y eso está muy bien.
A Don Ramón, tan acostumbrado a pegarse el banquete padre en Jockey’s o en el Asador Donostiarra le hubiera parecido demasiado barato. Pero teniendo en cuenta también lo bon vivant que era, se hubiera sentido muuuy a gusto
entre las paredes de El Cruce.
Seguro que sí. Don Ramón, sepa que cada vez que venga… me acordaré de usted.
¡Un brindis!
Bar El Cruce
Rambla de Sant Sebastià 102
Santa Coloma de Gramenet (Barcelona)
Tel. 934.683.017