lunes, 27 de enero de 2014

BAR LAFUENTE


Dicen los entendidos que en Barcelona no hay bares de tapas que valgan la pena. Si quieres comer tapas de verdad, dicen, has de desplazarte hasta el extra-radio (Hospitalet, Santa Coloma, Badalona…), porque es allí donde están los bares fundados hace ya muchos años por los que tienen fama de servir las mejores tapas, es decir, los andaluces, extremeños, aragoneses, gallegos y no-sé-cuántos más que vinieron a Barcelona a buscarse la vida y poder darles un futuro a sus hijos. Como todas las leyendas, tiene algo de cierto… y algo de mito. O, dicho de otra forma, están todos lo que son, pero no son todos los que están. ¿A dónde quiero ir a parar? Pues a que no hay que generalizar. Es cierto –¡ciertísimo!- que los bares de Santaco y Hospitalet lo petan, pero no es menos cierto que no hace falta pillar el B-20 o la línea azul del Metro para comerte un buen pulpo o unas sabrosas bravas . Eso sí, como pasa en todas las grandes ciudades, la comida realmente buena no la encontrarás cerca de la plaza Catalunya, no. Allí únicamente podrás hincarle el diente a infra-tapas tourists-oriented a precio del Celler de Can Roca. Si lo que deseas es calzarte unas tapas de esas que no se las salta un galgo y dar gracias al altísimo por haber nacido aquí y no en Kuusamo (Finlandia), tan solo tienes que dirigir tus pasos hacia el barrio de La Pau. Allí encontrarás uno de los templos de la tapa barcelonesa, un lugar donde también lo petan. Damas y caballeros, hats off! Ante todos ustedes… ¡el Bar Lafuente!

De padres a hijos

11 de mayo del 2006. Jueves. Ese fue el día en el que visité el Lafuente por primera vez. Pese a que ya os adelanto que fue memorable, no anoté la fecha de la visita en mi agenda para poder rememorarla cada año, no. Tiene una explicación mucho más simple: la noche antes, el Sevilla había ganado la primera de sus dos Europa League y recuerdo que hojeé el Marca en la barra del Lafuente.
Aquella mañana, mi señora me dijo que me iba a llevar a un lugar… especial, un bar al que había ido decenas y decenas de veces desde que era pequeña y donde servían las mejores tapas del mundo-mundial. Pues bien, cuando llegamos… ¡no había nadie!, estábamos más solos que la una. Mmm… pensé, ¿tan bueno que es y está vacío? Pero era normal: mi señora, perra vieja en lo que a lafuentismos se refiere, prefirió que fuéramos a primera hora, poco antes de la una, porque luego se llenaba y se hacía un poco complicado encontrar una mesa libre. Y, eh, así fue: una hora después de nuestra llegada estaba todo lleno, tanto dentro del local como en la terraza.
Una vez acomodados en nuestra mesa, y antes de que pidiéramos nada, mi señora me explicó que el Lafuente era un bar al que su familia acudía desde hacía muchísimos años. Según me explicó mi suegro hace unos pocos días, su primera visita se remonta al año 1968, cuando mi señora ni siquiera había nacido. Por aquel entonces, el bar apenas tenía un año escaso de vida. El señor Lafuente, originario de Albarracín (Teruel) decidió abrir su negocio en un polígono de viviendas llamado La Paz (hoy, La Pau) y que fue inaugurado en el año 1966. Este polígono (hoy barrio a secas) se construyó como respuesta a la creciente demanda de vivienda generada por la llegada masiva de inmigrantes a Barcelona desde todas partes del país. La Pau era un barrio, pues, popular. Y lo sigue siendo. Para comprobarlo, solo tienes que bajarte en la parada de Metro de La Pau (línea 2, la lila): en los escasos cinco minutos que dura el trayecto a pie desde la boca del Metro hasta el bar, solo verás pisos y pisos y más pisos, mayormente humildes. El edificio donde se encontraba originalmente fue demolido a principios de la década de los 90 por estar afectado por la aluminosis (esa gran lacra del Porciolismo), pero el señor Lafuente, con muy buen ojo, se encargó de reservar uno de los locales comerciales del edificio de viviendas que se iba a construir justo encima del original. De esta forma, el Lafuente pudo reabrir sus puertas en el año 1997, exactamente en el mismo lugar...

Una tradición es una tradición

…y con una estética más actual. Yo no vi el original, pero el actual (dirigido magníficamente por Jordi, el hijo del Sr. Lafuente) es un bar moderno, muy luminoso, donde predominan los colores gris y naranja. Las mesas, metálicas, están acompañadas por sillas de color blanco. Lo dicho: moderno, puesto al día, muy lejos de esa estética más bien rústica (y entrañable, por qué no decirlo) de los bares de tapas de toda la vida. El local tiene forma de herradura. Una vez entras, tienes a la derecha una gran barra y a la izquierda los lavabos y la escalera que da al segundo piso. Enfrente, al fondo, la cocina, a la vista de todo el mundo (esto me encanta). Desde allí, si giras a la izquierda te encuentras con un pasillo de unos tres o cuatro metros con mesas a ambos lados y, al final del mismo, lo que llamaríamos el comedor. Aunque en las horas punta se pone a petar (el Lafuente tiene una numerosísima clientela habitual que, como os estoy explicando, pasa de padres a hijos) es un local cómodo, nada asfixiante. Eso sí, me imagino que cuando hay fútbol… bueno, cuando hay fútbol el ambiente debe ser exactamente el mismo que en cualquier otro bar: ruido, ruido y más ruido. Y es que el fútbol es asín.
 
y al chaval póngale uno entero.

Cuando los camareros (si no el propio Jordi) te traen la carta, comienzan los problemas: es tal la cantidad de tapas, platillos, bocadillos y chapatas que contiene, que cada vez que vamos el quebradero de cabeza está garantizado. ¿Por qué? ¡Pues porque todo está muy bueno! Pero ya sabéis que los Pijos solemos ir a piñón pijo, por lo que nuestros pedidos no suelen variar demasiado de una visita a otra. Dada la generosidad de sus raciones, acostumbramos a pedir tres platos en cada visita, cuatro si hay mucha hambre. Este hecho me limitaba un poco a la hora de escribir la entrada, pues con únicamente tres platos reseñados, iba a quedar un pelín pobre. Así que decidí ampliar la selección a seis. Lo que vais a ver a continuación es nuestro particular greatest hits del Lafuente, recopilado en sendas visitas realizadas durante el pasado mes de diciembre. Más abajo os adjunto las dos facturas, para que podáis comprobar que además de bueno es barato. ¡Joder, es que lo tienen todo!



Las patatas bravas. Si esta lista fuera, por ejemplo, una recopilación de los Rolling Stones, las bravas del Lafuente vendrían a ser el Satisfaction de la misma. Es el plato estrella de la casa, aquel por el que será recordado durante generaciones. No exagero: mi suegro dice que esas patatas saben EXACTAMENTE igual que hace cuarenta años. Aunque ya sabéis que yo no suelo ser muy amigo de los juicios absolutos, tengo que reconocer que estas papas rozan la perfección. Para mi señora (y para toda su familia) son las mejores bravas de la galaxia, unos tubérculos enormes que has de cortar sí o sí con el tenedor (o eres el feo de los Calatrava o no hay cojones a meterse una entera en la boca). Puedes pedirlas con salsa brava (riquísima, con el punto justo de picante, nada killer) o con una mezcla de brava y all i oli (muy suave, no repite). Como le dije una vez a mi buen amigo Marcus, soy de la opinión que las mejores bravas están por descubrirse, pero mientras tanto, me apaño con estas. Me temo que mi cuñado –el hermano de mi señora- no opina lo mismo: cuando era pequeño, tenían que pedir un plato de bravas solo para él. 



Las patitas. Si las bravas eran Satisfaction, las patitas de calamar serían Jumpin’ Jack Flash, la eterna segundona, al mismo nivel que la otra, pero sin tanta fama. Y es injusto. Estas delicatessen rebozadas son una obra maestra de la fritura que vienen servidas con la misma salsa que las bravas o bien (como las pedimos siempre nosotros) con un buen chorro de limón. Crujientes y sabrosas, no faltan nunca en nuestra comanda. Ni en la de mi suegra.



El pulpo. ¡Ojo! Es posible comer un pulpo exquisito –sí, exquisito- en un establecimiento no-gallego. Y el del Lafuente es la prueba. Lo sirven como Dios manda, es decir, en un plato de madera, con su aceite de oliva virgen extra y su pimentón de la Vera. Y se deshace en la boca, amigos. Aunque existen (ahora mismo me vienen a la mente el de La Esquinica y el de La Perla), no encontraréis demasiados pulpos en Barcelona y alrededores cocinados por no-gallegos y que rayen a su misma altura. Y es que es un plato algo complicado de preparar: a la que te descuidas, te estás comiendo un paquete de chicles con sabor a cefalópodo.

 

Los champiñones. Otro favorito de mi suegra (y nuestro). Los sirven al ajillo, en una cazuelita. No tienen mucho secreto, pero son excelentes. Obligatorios.

 

El pincho moruno. Otro hit que, si no recuerdo mal, lo pedimos en mi primera visita. Te lo sirven en un plato, sin la brocheta (me mola: esos alambres molestan un huevo a la hora de manejarlos, queman y manchan. Así es mucho más práctico) y acompañado de un par de rebanadas de pan tostado. Son enormes y necesitan de la intervención del cuchillo. Eso sí, una vez en la boca… ¿os lo imagináis? En efecto, se deshacen. Delicioso.

 

La chapata de jamón ibérico. Bufff… estoy escribiendo esto sin cenar y salivo solo de pensar en ella. Jamón ibérico del que quita el sentío acompañado de un pan celestial (ojo, el de la foto no es el habitual, ese día no tenían). Menos es más. Pan, jamón, tomate, aceite y sal. ¿Hace falta algo más para rozar el cielo?


El círculo (de nuevo)

Los que sois pijos veteranos, recordaréis la entrada que le dediqué hace un tiempo a La Bella Napoli, nuestro restaurante italiano de referencia. En aquel texto, hice referencia al círculo de confianza de Robert de Niro en la mítica Los padres de ella y a que mi señora no me descubrió uno de sus secretos gastronómicos mejor guardados hasta que no me hice merecedor de entrar en su circle of trust particular. Pues bien, con el Lafuente pasó tres cuartos de lo mismo. Durante aquella primera visita, lo recordaré toda mi vida, le pregunté, en pleno trance bravero, que por qué no me había traído antes. Me respondió exactamente lo mismo que en el italiano: porque todavía no te lo habías ganado. La alegría fue doble, claro: había descubierto uno de los bares definitivos de mi vida y, de paso, había entrado, ahora sí de manera permanente, en el círculo de mi señora. Dicho esto, lanzo una pregunta, como quien no quiere la cosa, hacia la habitación de al lado: cariño, ¿te queda algún sitio más por descubrirme? Te recuerdo que ¡YA ESTOY dentro del círculo!


Bar Lafuente
Gran Via de les Corts Catalanes 1179-1181
Barcelona
Tel. 932.781.959

P.d.
Olvidé comentaros que el padre de Jordi, el Sr. Lafuente, sigue al pie del cañón en otro bar… que se llama igual y que también está en la Gran Vía, concretamente en el número 931, ya en el barrio del Clot. No os puedo decir gran cosa de él porque no he ido nunca, pero el comando Pijo nunca descansa…