miércoles, 29 de febrero de 2012

TERRA D'ESCUDELLA


Cuando pensáis en cocina catalana, ¿qué es lo primero que os viene a la cabeza? El pa amb tomàquet, ¿no? O los calçots, la escalivada, el fuet, la escudella... ¿Pero a que nunca pensáis en los macarrones? Es que los macarrones son italianos, no catalanes, diréis, y con razón. Bueno, no del todo... Creo que puedo decir, sin riesgo a equivocarme, que el 99% de los que hemos nacido en Catalunya hemos comido macarrons prácticamente desde la cuna. Así es: una vez dejados atrás los potitos, los macarrones se convirtieron en el plato nº1 de nuestra dieta, un plato que alimentaba, que entraba por la vista -importantísimo cuando eres un renacuajo- y que estaba tirado de precio. Un plato molt nostre que, dicho de otra forma, era bueno, bonito y barato. Asociados tradicionalmente a la figura de la iaia, los macarrones, como ya sabéis, se pueden cocinar de mil formas distintas, pero aquí suelen prepararse con carne, muchas veces rostida (no sé en vuestra casa, pero en la mía se hacían en su versión más minimalista, esto es, con tomate frito. Si por aquella época -bueno, y ahora también- le llegan a venir a mi madre -o a mi abuela -con que había otras formas de cocinar los macarrones -que si a la boloñesa, que si al pesto, que si a la carbonara...- seguramente les hubiera dicho que eso, sencillamente, NO ES POSIBLE).

Curiosamente, un plato tan nostrat como este ha desaparecido prácticamente del menú diario de los bares-restaurantes (ahora suelen servirte sucedáneos basados supuestamente en la cocina italiana) para aparecer en las cartas de algunos de los mejores restaurantes de Barcelona (en el Freixa Tradició y en la Fonda España los hacen... y muy buenos, por cierto). Mientras que el menú diario reniega de la tradición, las cartas miran hacia atrás y resucitan la cocina de nuestras abuelas. El mundo al revés.

Pero no estaba todo perdido: gracias, una vez más, a una reseña en la prensa, supe de un bar-restaurante en el barrio de Sants donde no sólo podías comer un menú de la terra a precio popular, sino que los lunes servían el plato estrella de la casa, els macarrons de la padrina. Ni qué decir tiene que a los pocos días, ya estábamos allí mi señora y yo para catarlos. No hizo falta masticar mucho para saber que els macarrons de la padrina eran  ELS macarrons.


Visca la terra... d'escudella!


Cuando vives en una ciudad tan grande como Barcelona, hay barrios a los que no vas a menos que tengas una razón. No me malinterpretéis: a mi me gusta prácticamente cada rincón de Barcelona, pero rara vez voy a dar una vuelta a un lugar que esté a varias paradas de Metro de mi casa. Pues bien, mi razón para dejarme caer por el barrio de Sants es el Terra d'escudella. Este bar-restaurante, sito en el nº 20 de la calle Premià, es un lugar a medio camino entre el bar de menú y la asociación cultural. Me explico: ofrecen un menú diario a 9,35 euros (dos platos, postre/café y bebida) centrado en la gastronomía catalana de tota la vida en un entorno (sus propias paredes) dedicado a exposiciones de carácter cultural, político o social, algunas fijas (como la dedicada a las revueltas y movimientos populares en los Països catalans) y otras temporales (como la actual, fotografías de... ups, me temo que no recuerdo al autor. ¡Que me perdone si lee esto!). Está abierto casi todo el día, pero nosotros sólo lo hemos visitado al mediodía (algún día tendremos que ir por la  noche a cenar un bocata, ¿no, cariño?), así que nos centraremos en su menú.

Una vez entras en el Terra, bajas una pequeña rampa y te encuentras con la barra a mano izquierda y una hilera de mesas a la derecha. Si sigues andando, vas a parar a un espacio más ancho con más mesas -una especie de pre-comedor- que, a su vez, da a un pasillo, el cual acaba por desembarcar en el comedor propiamente dicho. Si vas pasadas las 14.30 es muy probable que tengas que esperar, pues llenan a diario, pero no os preocupéis, porque en el Terra todo el mundo (camareros y clientes) van per feina y el flujo de clientes que entran y que salen está muy equilibrado.

Nosotros hemos ido casi todos los días de la semana, pero nuestro día preferido, obviamente, es el lunes, pues es el día de los macarrons de la padrina (lo cual nos crea un conflicto: el lunes también es el día del Cera 23. ¡Grrr!). Y es que los macarrones del Terra no tienen parangón. Mi señora sigue una costumbre (que yo he acabado también por adoptar) que consiste en no pedir jamás pasta en un lugar que no sea un italiano. Pues bien, los macarrons de la padrina son la excepción que confirma la regla. No es que tengan mucho secreto (si no vamos errados, llevan cebolla, tomate, carne rostida, bechamel y queso rallado) pero tienen el ingrediente secreto, aquello que, por desgracia, cada vez abunda menos en los comedores de nuestra ciudad, que es el amor, el cariño por las cosas bien hechas. Los lunes no paran de salir platos y más platos de macarrones por el ventanuco de la cocina, pero da la impresión de que el tuyo es especial, de que le han dedicado más tiempo que a los de los demás clientes, porque esos macarrones siempre, ¡siempre!, están ricos hasta decir basta.


Bona cuina


Pero el Terra no es únicamente un plato de macarrones: prácticamente todo lo que hemos comido está muy bueno: los guisantes con  cansalada, las cremas de verduras, los fideos a la cazuela, los garbanzos (¡un sitio donde hacen garbanzos!), las habas, el trinxat, las cazuelitas de berenjena, el fricandó, las galtes, las salchichas con allioli de membrillo, la tortilla de tomate y olivas, las... en fin, que se come muy bien. Con el segundo plato, siempre te preguntan qué guarnición quieres, habitualmente a escoger entre ensalada, patata al caliu, verdura, arroz o patatas fritas. Justo aquí es donde radica quizás el único punto flaco del restaurante, pues las papas son congeladas. En cualquier caso, un detalle menor. Y, sin que sirva de precedente, vuestros pijos favoritos también os recomiendan sus postres: son cien por cien casolans, y valen mucho la pena. Nosotros hemos probado el brownie de chocolate y la tarta de manzana, y ambos están de rechupete.



...y a trabajar



Lo malo de que el día de los macarrones sea el lunes es que ese día concreto trabajo por la tarde, pero, al igual que cuando vamos al Cera 23, lo glorioso de la comida hace que pase por alto el hecho de que tengo por delante siete-horas-siete de pesadísimo laboro. Por eso, cuando vamos un día que no es lunes, me gusta que a la vuelta pasemos por la puerta del trabajo, pues la sensación de, por una vez, pasar de largo es... indescriptiblemente placentera.




Terra d'escudella
c/ Premià 20
Barcelona
934.221.613
www.tdk.cat 

martes, 21 de febrero de 2012

PIAZZA GRANDE


Todo era de color gris. Las calles, los edificios, los coches, las personas… Insisto: todo era de color gris. O así es como lo recuerdo. En 1979, Poblenou no era un barrio, era casi el extra-radio. De hecho,  la línea 4 del Metro finalizaba en Selva de Mar, a tan sólo una parada de la de Poblenou. ¿He dicho Poblenou? Quería decir Pueblo Nuevo, porque por aquel entonces ningún barcelonés sabía lo que era aquello, Poblenou. Sin embargo, si se lo decías en castellano, sabía de inmediato de qué le estabas hablando. Tan claro lo tenían algunos que, al decirles que vivías allí, sus caras adoptaban de inmediato un gesto a medio camino entre el rechazo y la condescendencia. Lo primero se explica porque era un barrio que, por aquella época (como tantos otros, para qué vamos a mentir), estaba dejado de la mano de Dios: a duras penas comunicado con el centro de la ciudad, calles mal asfaltadas, aceras llenas de socavones, fábricas que languidecían, equipamientos públicos inexistentes… (tan sólo os digo que Perros Callejeros, el auténtico tótem del cine quinqui, ¡se rodó allí! Así es: la mayoría de gestas del Torete, del Fitipaldi o del Pepsicolo tuvieron lugar  en Poblenou. De hecho, el centro de menores –que más tarde pasaría a ser la cárcel de mujeres de Wad-Ras- también se encontraba en el barrio). Y lo segundo venía a ser consecuencia de lo primero. No era el Bronx, tampoco hay que exagerar. Pero casi.


Homenaje a Poblenou

Lo que ignoraban todos aquellos que miraban el barrio por encima del hombro es que, entre otras muchas cosas, la revolución industrial barcelonesa comenzó aquí (de hecho, a Poblenou se le llegó a denominar el Manchester català), que su fiesta mayor tenía más de 150 años de historia y que, si hubo alguna vez un barrio libertario, éste fue Poblenou, epicentro del anarquismo ibérico (y diría incluso que europeo) de finales del siglo XIX y principios del XX. En fin, un barrio lleno de historia e historias. Pero no nos engañemos: cuando tienes seis años, te arrancan sin explicaciones del barrio de Gràcia y te meten en un piso oscuro en medio de aquel paraje gris, tan sólo te vienen a la mente cinco-palabras-cinco: me cago en mi vida.
En efecto: mudarte a Poblenou, en 1979, significaba irte a vivir al fin del mundo.  Al culo del mundo. Y es que lo que decía al principio del color gris era cierto: de camino al colegio no veías más que agencias de transporte, fábricas (la mayoría hechas polvo) y camiones, decenas de camiones, ¡cientos de camiones! Y si te acercabas a la playa, la depresión ya era total: cascotes por todos lados, búnkers de la guerra civil medio derruidos, alambres, piedras… Si caminabas un ratico hacia el norte, ibas a parar al camp de la bota (conocido entonces como Campo’la bota), un asentamiento de chabolas , la mayoría habitadas por familias gitanas, que había sido erigido sobre un antiguo campo de fusilamiento de desafectos al régimen franquista. Y si tirabas hacia el sur, acababas por darte de bruces con el Somorrostro, otro núcleo chabolista (en el que nació, por cierto, la inolvidable bailaora Carmen Amaya).

Pero las cosas fueron mejorando con los años. Poco a poco, y gracias a las reivindicaciones de l’associació de veïns del Poblenou por un lado y de las Olimpiadas del 92 por el otro (y, es de justicia decirlo, del ayuntamiento socialista de Pasqual Maragall), el barrio fue cambiando progresivamente.  El instituto, la apertura al mar (con unas playas, ahora sí, como Dios manda), los parques, la desaparición (o reconversión en equipamientos públicos) de la mayoría de fábricas y agencias de transporte… vaya, que nos dejaron el barrio niquelao. Por eso, cuando después de treinta y dos años me mudé a mi actual barrio, me dio un poco de penita. Dejaba atrás un lugar, ahora sí, precioso, luminoso, tranquilo, bien comunicado, un barrio donde se vive, hablando claro, de puta madre. Ah, y donde también se come muy bien. Podría hablaros del  Recassens, del  Bar Andalucía, de El Safreig… Pero no. Otro día ya os hablaré de ellos en este, vuestro blog, pero hoy no. Porque hoy toca hablar de un pedacito de Italia en medio del Poblenou. Hoy toca hablar del Piazza Grande.



Piazza Pizza

Yo le cambiaría el nombre al restaurante. A ver, Piazza Grande está bien pero Piazza Pizza molaría más. Por dos motivos: el primero, porque suena mejor. Y el segundo, porque piazza no me suena a plaza (supongo que utilizaron la palabra porque el restaurante está ubicado en una plaza, la de Julio González, concretamente) sino más bien a peazo, en definitiva, a peazo pizza. ¡Y es que las pizzas de este establecimiento son enormes! Pero no adelantemos acontecimientos…

Para ir al Piazza Grande tenéis que coger el Metro y bajaros en la parada Poblenou (línea 4). Una vez salgáis, cruzáis la calle Pujades y bajáis la calle Bilbao un par de manzanas en dirección hacia el mar. Tras cruzar la calle Ramon Turró, ya estaréis en la plaza de Julio González, y allí, a mano izquierda, tenéis el restaurante. La plaza, para qué nos vamos a engañar, es una birria, en la línea de las nefastas plazas duras con las que nuestro queridísimo ayuntamiento socialista tuvo a bien obsequiarnos durante dos largas décadas (sí, no todo lo que hicieron en Poblenou estuvo a la altura), pero es muy tranquila y (muy importante) soleada, por lo que os recomiendo que,  si la climatología acompaña, comáis en la terraza: os aseguro que comer bien en completo silencio es una experiencia de lo más gratificante.  De verdad.


 
Una vez te traen la carta, primera buena noticia: tienen menú de mediodía a 11,50 euros, el cual puede consistir en dos platos más postre/café y bebida o bien en una pizza de la carta (tope 11 euros) con postre/café y también bebida. Cualquiera de las dos opciones son buenas, pero para aquellos que no les apetezca pizza, sabed que los dos platos del menú suelen consistir en especialidades italianas de calidad (aunque esto último que acabo de decir puede sonar absurdo –sí, ya sé que en los restaurantes italianos se suele comer comida italiana- no lo es en absoluto: la cantidad de veces que he pedido menú en un italiano y los platos fuera de la carta consistían en poco más que una ensalada insípida y en un filete seco con patatas congeladas…). Sin ir más lejos, la última vez, mi señora se pidió de primero unos gnocchi sorrentina, a base de tomate y mozzarella gratinada, que estaban –doy fe de ello- de rechupete, y de segundo una mini-pizza calzone rellena de requesón y jamón cocido. Un servidor, por su parte, se calzó una pizza cuyo nombre, para variar, no recuerdo, pero sé que llevaba queso fontina y que, también para variar, estaba de película. Porque, como ya os comenté en la entrada del restaurante Bun Bo, yo soy más a tiro fijo y me cuesta cambiar de plato cuando algo me gusta mucho. Y os aseguro que estas pizzas me gustan…¡me gustan muchísimo! De hecho, en mi particular ranking pizzero barcelonés, el Piazza Grande ocupa actualmente el número 1 indiscutible, seguido muy de cerca por el que parecía que iba a ser el eterno líder de la clasificación, el igualmente genial –y legendario- La Bella Napoli (de este también os hablaré otro día, se lo merece). Ah, y como adelanté más arriba (podéis comprobarlo en la foto) son-muy-grandes. A mi, la verdad, cada vez que cuesta más acabármelas. Y respecto a la carta, está llena de platos ricos-ricos a muy buen precio. Uno de los que caerá más pronto que tarde –lo juro: la próxima vez no pediré pizza- será el de spaghetti ai frutti di mari. ¡Schhhhllllurps! Mi señora, en anteriores visitas, dio buena cuenta de diferentes platos de pasta, a cada cual más bueno. Palabra.



¡Y volver, volver, volveeeeer…!


Tras el café –bueno el solo de mi señora, flojito mi cappucino- y pagar la cuenta -23 euros justos- procedimos a ir chino-chano hacia la parada de Metro. Aquel día sé que volvimos a casa enseguida porque teníamos algún compromiso, pero es muy recomendable –de hecho es lo que solemos hacer- dar un paseo en dirección a la Rambla de Poblenou y, desde allí, hacia la playa. Con el sol de media tarde y la –generalmente suave- brisa marina acariciándote la cara, la pizza se digiere mejor, ¡dónde va a parar! Y justo durante esos paseos, voy pasando revista a los edificios que ya no están y me doy cuenta de cómo ha cambiado mi barrio. Porque, sí, Poblenou es mi barrio. Y siempre lo será. Aunque ya no viva en él.








Piazza Grande
Plaza de Julio González 10
Barcelona
Tel. 932.214.132
www.piazzagrande.es


 


P.d.

Cuando estoy repasando el texto, me da por pasarme por la web del restaurante y me topo con esto. Cito textual: “si quieres disfrutar de un restaurante italiano auténtico, así como hacen los jugadores del CF Barcelona, Piazza Grande es tu restaurante”. Ni que decir tiene que nunca me he encontrado con Xavi, Messi o Puyol  comiendo en el Piazza Grande, pero si algún día se produce ese acontecimiento planetario, habrá que convertir este restaurante en un lugar sagrado. ¡Como mínimo!

martes, 14 de febrero de 2012

A TAULA D'ENTENÇA - ¡¡CERRADO!!

La semana pasada leí un artículo muy interesante en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia. Estaba dedicado a Paul Auster, uno de mis escritores favoritos y autor de algunas novelas imprescindibles para entender la literatura de las últimas décadas. Leviatán, El palacio de la luna, Ciudad de cristal, La música del azar... ¡Ah! Hemos dado con la palabra clave: azar. A todos nosotros, el azar nos ha deparado cosas buenas y cosas menos buenas, sorpresas agradables y otras más bien desastrosas. La de veces que habremos pronunciado la mítica expresión ¿Y si...?  A mí, es un tema que siempre me ha llamado mucho la atención. Y ojo, desde pequeño: como buen seguidor de Marvel que era -y soy-, me tragaba casi todas las colecciones que sacaban (bueno, casi todo lo que llegaba a España, quería decir). Una de ellas era What if..., una serie por la que pasaron prácticamente todos los personajes de la escudería (desde Spiderman a Lobezno, de Nick Furia a Johnny Storm, del Doctor Muerte a Daredevil...) y que partía de una idea común que siempre era la misma (¿qué hubiera pasado si...?), pero que se adaptaba a las circunstancias de cada personaje. Así, un día te encontrabas con un tebeo en el que te contaban lo que le hubiera pasado a Spiderman si no hubiera muerto su tío Ben y otro, en el que te hacían reír de lo lindo con un supuesto tan delirante como el de qué hubiera sucedido si el equipo original de Marvel Comics se hubiera convertido en los 4 Fantásticos (¡!). Años más tarde, cuando leí Leviatán, de Paul Auster, retomé el interés por el azar, pues este es una constante en su obra: a partir de algún acontecimiento casual, se generan una sucesión de hechos imprevisibles que nos llevan de un lugar a otro en dos nanosegundos. Una decisión te lleva a un sitio, pero, a la vez, te aleja de otro, y así sucesivamente. Desde que comencé a leerle, no hay día que no me plantee situaciones del tipo si no me hubiera parado en el kiosko, no se me habría escapado el metro, pero entonces no habría podido escuchar esa canción tan chula que sonaba por el hilo musical del andén y seguramente no habría descubierto a un artista magnífico del que ya me he comprado media discografía y que me permitió entablar conversación con aquel compañero del curro que... y así hasta el infinito. La verdad es que es un recurso ¡muy! a tener en cuenta cuando te sobreviene el aburrimiento. Pero también es muy interesante planteártelo en sentido inverso: ¿cómo he llegado hasta aquí? Es justo la pregunta que me hice hace un par de días al salir del A Taula d’Entença. ¿Cómo he llegado hasta aquí?


La vida te da sorpresas...


Tras estrujarme los sesos un buen rato -un par de días, concretamente- fui desandando el camino hasta este bar-restaurante del Eixample izquierdo, tocando ya al barrio de Les Corts. Recuerdo que la primera vez que cenamos aquí fue a raíz de una sorpresa que quería darle a mi señora, la cual vino motivada por una reseña no muy llamativa del local en cuestión en las páginas de gastronomía de El Periódico. ¿No muy llamativa? Así es. De hecho, tras leerla pasé de página, pero algo, algún detalle, debió quedarse en mi memoria en estado latente, puesto que unos días después, al ir a tirar ese suplemento a la basura, me acordé de aquel sitio de los arroces y volví a leérmela, esta vez con más detenimiento. A partir de ahí, la investigación y la reserva de mesa fueron todo uno. ¿Y si no hubiera hecho caso a mi instinto y hubiera tirado aquellas páginas? ¿Lo hubiera acabado conociendo igual? ¡Quién sabe!

Como acabo de decir un poco más arriba, el A Taula es un sitio de arroces. Y a mi señora y a mí nos chiflan los arroces. Caldosos, al horno, salteados, camperos, en paella... da igual cómo los preparen, nos gustan todos. Pero los del A Taula son diferentes, más que nada por que no los hacen en casi ningún otro sitio de Barcelona. Son los... ¡rossejats!


¡Pals, Pals, Pals!


Tras haber catado uno de sus rossejats, es imposible sacarte de la cabeza la palabra Pals. Según nos explicó una vez Xavier, el simpatiquísimo dueño del restaurante, los hacen al estilo de Pals, un pueblecito de la Costa Brava, en pleno Empordà. Y a todo esto, os preguntaréis... ¿qué es un rossejat? Un rossejat en una cazuelita de arroz de origen marinero -de ahí que la mayoría se hagan con pescado o marisco- cuya particularidad es haber sido dorado previamente en aceite (lo que en catalán se conoce como rossejar) antes de añadirle el agua o el caldo, para rematarlo finalmente en el horno. Ni qué decir tiene que el resultado es espectacular. Pero no adelantemos acontecimientos...

Hacía ya unas cuantas lunas que mi señora y yo queríamos volver a disfrutar de un buen rossejat, así que convocamos al Boney-team (formado por Sònia, Ka, Dani, mi señora y yo) y para allí que nos fuimos.

Pese a que llegué con media hora de retraso (tiempo que el resto del equipo aprovechó para echarle un vistazo a la carta) encontré la mesa sin ninguna dificultad. Hay que decir que el A taula es un local bastante grande. Nada más entrar, te encuentras una gran barra a mano izquierda (la cual me imagino que cada mañana se llenará para desayunar, luego os digo el porqué) y un comedor de las mismas dimensiones a mano derecha (lo que antiguamente era la zona de No-fumadores), ambos espacios están recubiertos de madera un poco oscura, lo que le da al local un aire muy acogedor. Una vez llegas al fondo, giras a mano derecha y te das de bruces con el comedor principal, cuyas paredes están decoradas con unas fotos muy bonitas en blanco y negro, tamaño king-size, de diversos parajes del Baix Empordà, entre los cuales no podían faltar la playa de Sa Tuna y, cómo no, los molinos de Pals.

La carta es muy extensa, llena de tapas -nosotros hemos catado una pequeñísima parte de ellas, no te las acabas-, flautas (unos bocatas largos y estrechitos, las reinas de la barra a la hora del desayuno), platillos, carnes, pescados y los imprescindibles rossejats. Además, tienen un buen número de menús que te permiten, si lo deseas, hacer una serie de combinaciones con las que acabar comiendo un poco de todo. El resto del team se dejó aconsejar por mi señora (era la primera vez que venían) y aceptaron a ciegas sus sabias directrices. Pidieron un pica-pica de primero y cuatro rossejats de segundo. El pica-pica, que constó de un plato de gírgolas al ajillo, uno de croquetas de jabugo, una ración de tortilla de patatas y uno de flautas de pan con tomate, estuvo bien, pero las raciones fueron demasiado pequeñas, las cosas como son. En cualquier caso, el plato estrella estaba por llegar, y una vez que estuviera en la mesa, nadie iba a acordarse de lo que habíamos comido unos segundos antes. Literal.


Perdona, ¿decías?


Esta es la frase con la que mi señora y yo nos echamos unas risas cada vez que estamos disfrutando de una buena comida: reina el silencio y alguno de los dos lo rompemos con este gran chascarrillo. Y me parece que a partir de esta ocasión se ha institucionalizado dentro del Boney-team: nadie estaba muy por la labor de hablar, las cucharas iban volando por la mesa, rossejat arriba, rossejat abajo. Y es que estas cazuelitas de arroz están de muerte, ¡son un auténtico manjar de dioses! Y si no os lo creéis, mirad las fotos, mirad:

 

Rossejat de chipirones y ajos tiernos. Eché a faltar un poco de bicho, pero aún así, un grande entre los grandes.

 

Rossejat de romesco y langostinos. Una absoluta maravilla. El favorito de mi señora. Y de parte del equipo.

 

Rossejat negro con calamarcitos. El tapado. Nadie esperaba que estuviera tan jodidamente bueno. Campeón ex aequo con el de romesco.

 

Rossejat de almejas con ajos y guindilla. Mi favorito. El bicho que eché a faltar en el de chipirones lo metieron aquí (y además de verdad: ¡se me caían las lágrimas!). Muy grande.


Si os soy sincero, mientras estábamos ya por el café, le daba vueltas a porqué pidieron cuatro  rossejats si éramos cinco. No es que me quedara con hambre, pero no me hubiera importado (y creo que hablo por todo el equipo) que hubieran pedido uno más, y ya puestos a elegir, que ese hubiera sido el de rodaballo o el de, ¡slurpsss!, bogavante, ambos en lista de espera desde hace demasiado tiempo. De todas formas, todos pasamos directamente al café, señal de que todo el mundo prefería pasar la tarde con una sonrisa y no con una pesada digestión. ¡Hay que saber parar a tiempo!

Bebimos (bebieron, mejor dicho) una botella de Hermanos Lurton Rueda y yo, mi sempiterna cerveza sin alcohol. Si le sumamos una botella de agua de litro y medio y los cafés, la comida nos salió por 103,65 euros, esto es, a poco más de 20 euros por cabeza, un precio im-ba-ti-ble.


Gracias, azar

Volviendo a lo que decía al principio, una decisión tan aparentemente inocua como tirar o no tirar un diario, leer o no leer una reseña, tiene como consecuencia, unos años después, una comida apoteósica en compañía de buenos amigos. Puede que antes o después hubiéramos acabado en el A Taula, es posible. Pero... ¿y si no hubiera sido así? Menos mal que no tiré el diario, ¡menos mal!





A Taula d’Entença
c/ Entença 206
Tel. 933.221.365
www.ataularestaurant.com

sábado, 4 de febrero de 2012

CAPRITX


Cuando era pequeño, mi día preferido del año era el día de Reyes. Pensaréis que era por los regalos, ¿verdad? Pues sí, por los regalos… pero también por las sorpresas, por esa incertidumbre que no me dejaba dormir la noche antes. ¿Qué me iban a traer? ¿El traje del Comando-G? ¿Algo de los Clicks? ¿Un barco del Tente? ¿El Cluedo? Esas sensaciones eran mucho más excitantes, incluso, que las te proporcionaban los propios juguetes en sí una vez te ponías a jugar con ellos. Creo no exagerar cuando digo que una vez abiertos los paquetes amontonados en el comedor de nuestra casa de Poblenou, ya estaba pensando en la próxima noche de Reyes, para la que todavía quedaban 365 días. ¿Y por qué creo que no exagero? Muy sencillo: porque sigo sintiendo exactamente lo mismo que entonces. Ya véis, a mis treinta y muchos años, continuo esperando con mucha ilusión que llegue el día de Reyes, pero no exactamente por la misma razón que antaño. Lo que entonces era excitación por lo que pudiera caer, hoy se ha transformado en excitación por lo que voy a regalar. ¿A quién? Pues a la única persona que ¡oh, casualidad! siente esa misma excitación que un servidor, pero en sentido inverso. Y esa persona, como no podía ser de otro modo, es mi señora.

¡Los regalos, los regalos!

Así es: me paso todo el año –no es broma- planeando lo que le regalaré el año próximo. Y ella, tres cuartos de lo mismo. A ver, no me malinterpretéis: no es que estemos pensando en ello a diario, es más bien un proceso lento –pero constante- de recopilación de ideas, de ver esto aquí, probar aquello allá, comparar lo otro con lo de más allá… como una especie de brainstorming de 365 días, vamos. Durante meses vas pensando cosas para rematar la faena en el mes de diciembre. ¿Que estamos locos? Nos lo han dicho muchas veces, pero a esas personas les soltamos aquel refrán tan certero de “ande yo caliente y ríase la gente”. Esa ilusión por hacer feliz a la persona que más quieres en el mundo es nuestra y sólo nuestra. Por eso, cuando veo esas parejas que pactan sus regalos como si fueran un vulgar intercambio de prisioneros, me da un poco de penica, porque tengo –tenemos- la sensación de que han perdido un poco –o un mucho- la ilusión por sorprender a su ser más querido. En fin, què hi farem!

¿Los anillos… van por tallas?

Un clásico de todos los años a la hora de pensar regalos para Reyes es un anillo. Es un poco triste que tras más de seis años de relación, todavía no le haya regalado uno, pero ¡así son las cosas! Mi atención siempre acaba por dirigirse hacia otras cosas que voy conociendo, que voy intuyendo. Además, será todo lo bonito que queráis y representará el amor que nos profesamos y bla, bla, bla, pero si tengo que escoger entre un anillaco, que seguramente le irá grande –a estas alturas todavía no sé de qué talla, calibre o como cojones se diga ha de ser el aro en cuestión- y un Ipad de 64 gigas 3G, la cosa está clara: el Ipad, por supuesto. ¿A que sí, cariño?

La cuestión es que este año, tras descartar –para variar- el anillo, decidí sí o sí regalarle un viaje a Italia. Nunca hemos estado allí y me pareció una magnífica idea. Tras preguntar a mi buena amiga Marta, a mi hermano y a mi cuñada, buenos conocedores todos ellos de la geografía italiana, si valía más la pena ir a Roma, a Florencia o a Nápoles , me decanté por la primera. Pero no contaba con una cosa, con un imprevisto: nuestro viaje a Francia y Bélgica del pasado mes de noviembre supuso tal descalabro para nuestra economía, que no tuve más remedio que descartar también el viaje, no está la cosa como para según qué cosas. Pero tenía un plan B. ¡Siempre hay que tener un plan B! Y ese plan B tenía un nombre: Capritx

Terrassa también existe

Regalar una invitación a un restaurante es un gran regalo. Qué coño: ¡es un regalo cojonudo! Pero claro, para que sea así, ha de ser algo bueno, no un sitio bellotuno. Y con esto no estoy diciendo que tenga que ser caro. Tras tirar de wishlist (mi particular lista de restaurantes a los que algún día me gustaría ir) me decanté por el Capritx de Terrassa. Tengo que confesar que no fue mi primera opción: estuve a esto de reservar mesa en el Àbac de Jordi Cruz, pero cuando vi los precios… El Capritx reunía varios requisitos: está cerca de Barcelona, hay transporte público –factor a tener muy en cuenta, porque nosotros no tenemos coche-, abre al mediodía –lo que nos evitaría ir para cenar y, de esta forma, ahorrarnos una noche de hotel-, tiene unos precios muy ajustados y, lo más importante, tenía muuuy buena pinta. Ah, y que tiene una estrella Michelín, no os voy a engañar.

Ni qué decir tiene que a mi señora le encantó el regalo, por cierto…

Llegado el día de la reserva, y tras un frugal desayuno –no era cuestión de desayunar un par de huevos fritos con tocino- partimos, ferrocarrils de la Generalitat mediante, hacia Terrassa. Una vez allá, la primera en la frente: me había dejado en casa el mapa que tan guapamente había imprimido la impresora del curro. Menos mal que el GPS del cutre-móvil de mi señora se apiadó de nosotros y le dio por funcionar por una vez, porque si no, todavía estaríamos buscando la calle Pare Millán. De la parada de los ferrocatas al restaurante hay un trecho, por decirlo de una forma fina. Hablando en plata, está a tomar por culo. Con más hambre que el perro de un ciego, el camino hasta allí se nos hizo eteeeeerno. Pero valió la pena el maratón. Vaya si valió la pena.

Señoras y señores, de rodillas ante el Capritx

Lo primero que llama la atención cuando entras en el Capritx es que es muy chiquitillo. Tendemos a pensar que los restaurantes con alguna estrella Michelin son locales de dimensiones faraónicas, llenos de flores frescas, con mesas de gusto dudoso, mantelería de lino y cubiertos de plata, pero no es así, por lo menos en el caso del restaurante que estamos comentando. Es pequeño –cinco mesas más una que parecía estar reservada al servicio- pero amplio, sin agobios. La decoración sencilla, ni recargada ni cutronga. Y silencioso: tuvimos la suerte de estar solos. ¡Todo un restaurante para nosotros! Es lo que tiene ir a este tipo de sitios un frío martes de enero. Tras acomodarnos, el camarero –un chaval muy simpático- nos sirvió un aperitivo y un par de cervezas del Montseny (marca Bleder Drac, muy buena, por cierto) y, a continuación, nos trajo la carta. La verdad es que, a la hora de pedir, te lo ponen fácil: las únicas opciones son dos menús-degustación, el Capritx, de 48 euros, y el de l’Artur (por Artur Martínez, el chef) que sale por 58 euros. Los dos pedimos el primero, pensando –como comentaríamos más tarde-que nos íbamos a quedar con hambre. Con hambre…

Durante las dos horas siguientes –que se pasaron volando- no paramos de jalar. A continuación, iré enumerando (como pueda: cuando escribo esto he olvidado algunos ingredientes y/o detalles) todo lo que comimos:

Bombón de queso y galleta de tomate. Te lo sirven en una cucharita y te lo tienes que comer a saco. Buenísimo.

Croquetitas de sobrasada con alioli de miel. Unas bolicas deliciosas que tenías que mojar en un pelín de alioli. Buenísimo (segunda parte).

Degustación de aceite de oliva L’Oblit con pan recién horneado. Aceitazo, señores.

Láminas de presa ibérica en aceite de ceps y piñones. Te lo servían acompañado de unas pinzas con las que ibas enrollando las láminas. Tremendas.

Tallarines de nabo blanco al pil-pil. Buenísimos (parte 3)

Huevo ecológico de codorniz con guisantes, cansalada y trufa negra. Decir espectacular es quedarse corto.

Raíz de apio con orégano y anguila ahumada. Según el camarero, el plato estrella. No me extraña, es una auténtica exquisitez.

Bacalao con caldo de escalivada. Te sirven el caldo en un vasito para que vayas bebiendo a medida que vas comiéndote el bacalao. Le gustó hasta a mi señora, que no es muy de bacalao.

Cordero asado a la cerveza con una base de patata casi líquida. Se deshacía. Me gustó hasta a mí, que no soy muy de carne.

Tabla de quesos catalanes de pastor. Cinco trocitos de queso, ordenados de menor a mayor acidez. Te traen hasta una chuletita con la información detallada de cada queso. Me gustaron todos menos uno, que estaba un poco fuerte. A mi señora todos, le encantan los quesos.

Y para acabar, de postre, rocas de chocolate con helado de menta y nuez moscada. Se recomienda comerse cada roca de un bocado. Parecen muy duras, pero una vez las muerdes, se deshacen. Riquísimas.


Dado el altísimo nivel del menú-degustación, cuesta horrores decantarse por uno u otro plato, pero si hay alguno que me llegó al alma, fue la degustación de aceite. Vaya chorrada, pensaréis, después de catar todos esas delicatessen, va y se queda con el aceite. Pues no: por muy buenos que estén esos platos, por muy complicada que sea su elaboración, el chef no ha olvidado de dónde venimos. Interrumpe un desfile tecno-emocional (este palabro no es mío, creo que es de Pau Arenós) para colarnos un back to basics, una momentánea vuelta a nuestra niñez, cuando la bollería industrial todavía no había arrasado con todo y merendar pan con aceite era lo normal. ¿Exagero? Puede, pero así lo sentí y así os lo cuento.

Ah, se me olvidaba. Sin que sirva de precedente, esta vez os diré lo que bebimos. Una ocasión especial requería una bebida especial, por lo que nos decantamos por un cava, concretamente una botella de Berta Bouzy que estaba muy bueno (vaya nivelaco en enología, ¿eh? Que si el bouquet ese, que si el cuerpo, que si el aroma… así es, amigos, yo únicamente alcanzo a decir que estaba muy bueno. ¡Gññññ!)

Pero esto no acaba aquí, no…

La factura ascendió a 156, 92 euros, incluidos los 10 euros de la botella de aceite L’oblit que nos llevamos para casa. La verdad es que no me parece caro, pues en Barcelona puedes comer infinitamente menos bien (o incluso peor) por mucho más dinero. Ojalá todos los restaurantes de este nivelazo bajaran precios, ganarían lo mismo y tendrían muchos más clientes.

De camino a casa, con una modorra que-te-cagas, un servidor iba pensando en el dichoso anillo y en las numerosísimas opciones que baraja mi cerebro de cara al día de Reyes de 2013. Sí, la historia se repite, ¡una vez más!

A todo esto, ¡todavía no os he dicho lo que me regaló mi señora para Reyes! Me regaló… mejor os lo digo después de las 21.30 del día 16 de febrero…


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